Vamos a visitar un lugar común: Estás tú, imaginándote algo horrible que te podría pasar. Quizá la ruina económica, el abandono de tu pareja o una terrible enfermedad. No importa cómo ha llegado la idea a tu cabeza, sencillamente está ahí y te obliga a visualizar la situación. Ante tal panorama, angustiado, no tienes más remedio que sentenciar “no podría soportarlo, eso me destrozaría”. Como te dije, un lugar común, ¿cierto?
En gran medida, la humanidad ha llegado hasta hoy gracias a esa capacidad de anticipar y previsualizar posibles desgracias. El cerebro está programado para la supervivencia, no para la felicidad, y bombardeará tu mente con peligros ficticios para que le demuestres que estarías preparado para afrontarlos. Sin embargo, lo que fue útil en tiempos pasados, hoy no hace más que obstaculizar nuestro camino. Vivimos atenazados por el miedo, temores que más que a la prevención, nos llevan a la parálisis, al bloqueo de la vida.
Lo más doloroso de estos escenarios es su aparente inevitabilidad, ya que nos hacen sentir atados de pies y manos ante lo que podría venir. Quizá sea aún peor el halo de probabilidad que los rodea, ese que nos hace creer que lo que surgió como una simple posibilidad, parece haberse convertido en la más inminente fatalidad. Es como si la idea nos despertase de un letargo que nos hacía ignorar que lo que lo que más tememos se encuentra a la vuelta de la esquina, a punto de abalanzarse sobre nosotros.
Lo que nos desarma no es tanto lo doloroso de la situación imaginada como la convicción de que no podremos soportarlo. Es este sesgo de insoportabilidad el que hace que se nos encoja el estómago y nos veamos paralizados por el miedo. Por suerte, en el núcleo de esta experiencia habitan ciertas creencias limitadas que, una vez descubiertas, nos permitirán comprender qué ocurre en nosotros y cómo retomar el control sobre nuestro pensamiento.
Cuando estamos animados, nos resulta muy fácil percibir los cambios que han ocurrido en nuestra vida. Miramos atrás y nos parece increíble cómo ha cambiado todo, cuánto hemos aprendido y lo imposible que hubiera sido predecirlo en el pasado, de haberlo intentado. Sin embargo, posicionados en el temor ocurre justo lo contrario: nos sentimos estancados, sin avance ni espacio para el mismo, convencidos de que ese vacío imperturbable se extenderá desde hoy hasta el último de nuestros días.
No solo pensamos que las cosas van a ir a peor, también creemos que una vez que lleguen allí se quedarán ancladas en la negrura, como si lo negativo fuese una excepción al constante cambio que impera en la vida. Desgraciadamente, esta percepción del presente como algo estático es tan común como errónea. Todo cambia, constantemente y desde luego podría ir a peor, pero también a mejor. Si haces el esfuerzo, probablemente te cueste recordar situaciones de tu pasado que tras empeorar, siguieron cayendo en esa deriva sin freno. Las habrá, pero quizá te sorprenda reconocer que no son tantas como pensabas.
Ocurra lo que ocurra, siempre habrá posibilidades de acción, de cambio e improvisación. No las ignores.
El miedo hace que ignoremos nuestra fortaleza, haciéndonos creer que seremos destrozados por aquello que tememos sin que podamos hacer nada al respecto. Por lo general nos sentimos así ante situaciones de pánico, pero luego nunca ocurre. Aunque todos tenemos en nuestro haber recuerdos de situaciones en las que nos quedamos en shock, sin capacidad de habla o respuesta, lo cierto es que siempre disponemos de más herramientas de las que creemos.
Haz la prueba: revisa los momentos difíciles de tu pasado y comprobarás que son mayoría los casos en los que supiste estar a la altura del momento, adaptándote a él y saliendo adelante. ¿Por qué iba a ser diferente en el futuro? Tu capacidad de improvisación seguirá intacta, y además contarás con todo lo que ya has aprendido.
Si sabes que vas a subestimarte de forma automática, estate alerta para contrarrestarlo.
Calibrar bien una creencia, hacer que corresponda exactamente a la porción de realidad que pretende reflejar es algo muy complicado. Difícil, pero necesario. En estos casos hay una tendencia a la magnificación, a sobredimensionar cuanto rodea al evento negativo, capaz de convertir un problema en toda una debacle.
Ya nos hemos percatado de que los dos primeros errores nos impedían ver que la realidad siempre cambia, ofreciéndonos nuevas posibilidades, así como que disponemos de un arsenal vital mayor del que creíamos. Ahora podemos lanzar un cuestionamiento más valiente y radical: mirando al escenario que nos atormenta, escudriñando sus matices y posibilidades preguntaremos ¿de verdad es tan horrible?
Por espeluznante que sea, es muy probable que hayas estado simplificando la situación. Has definido con tanto detalle cada aspecto negativo que intentar encontrar algo positivo en tal coyuntura te parece un deseo iluso. Crees que sería el fin de tu mundo, sin posibilidad de salvación, pero algo en ti te susurra que estás exagerando y que, aunque ahora no lo ves, hay tonalidades positivas, o al menos no tan extremadamente negativas del contexto, que estás dejando escapar.
No esperemos milagros: dejar de visualizar circunstancias futuras negativas no es algo que esté en nuestra mano. Sí lo está reconocer qué falla en tu pensamiento, qué es lo que permite que esas ideas secuestren tu ánimo y cómo revertir el proceso. La mente puede disolver aquello que ella misma ha creado.
No te conformes con una vida temerosa.
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