La huella de la herida: el miedo congelado

José Leal

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Imagen de la manifestación celebrada en Barcelona en repulsa a los atentados y contra el terrorismo


Todo lo que somos, todo lo que nos rodea es el resultado de un número infinito de actos, (des)encuentros, de violencias, de ternuras, de balas y de abrazos labrados en un sinfín de días, de años, de siglos. Su huella está en nosotros como puede apreciarse en el trabajo psicoanalítico. Freud lo comparó a la labor del arqueólogo que, con cuidado, acompaña al sujeto a descubrirse a través de las diversas capas que lo constituyen. Igual puede decirse de la cultura que no es otra cosa que las producciones de los sujetos y grupos a través del tiempo. Todo lo que nos rodea, los lugares que pisamos, las personas con las que nos encontramos son producto de largas historias y experiencias. Solo falta mirar a nuestro alrededor.


Paso los meses de agosto en un pueblo de Castilla que limita con La Rioja, Aragón y Navarra. Desde nuestro pueblo no hay más de veinte kilómetros al más cercano de cada una de esas comunidades. En cincuenta kilómetros a la redonda se hallan vestigios romanos, celtiberos, árabes, mozárabes, judíos y cristianos. Nuestra casa está en el centro de lo que fue la antigua judería. Tenemos un pequeño huerto en el llamado barrio Moro y la antigua casa familiar está en una calle poblada de restos de palacios cristianos. Coexisten éstos con los restos de una sinagoga y El Barrio Moro es un conjunto de calles que nada envidia a alguna de las pequeñas Medinas marroquíes y en el que se conservan dos magnificas puertas califales que se mantienen intactas. Le llaman "Pueblo de las tres culturas" y también "Tierra de fronteras". En algún tiempo cada zona estaba habitada por comunidades que practicaban cada una de las llamadas religiones de El Libro. Los cristianos fueron construyendo ermitas o iglesias en cada una de las zonas como signo de la supremacía de su Dios. Nuestra casa colinda con un arco de la judería y con una preciosa iglesia románica. Judíos y musulmanes fueron expulsados. De aquellos solo queda alguna huella, apenas un arco y un gran número de apellidos que delatan su origen. Son más frecuentes los vestigios musulmanes, las puertas califales y unas huertas feraces a las que los habitantes del pueblo llaman las 'huertas árabes', que muestran con orgullo a los visitantes, incluso en recorridos turísticos organizados por la Oficina de Turismo. Bañadas por el río Queiles surten de frutas y verduras a los vecinos. Me gusta imaginar cómo fue ese tiempo, ya lejano, en el que convivían diversas culturas articulando sus saberes e intercambiando el efecto de sus oficios. Me paso horas bajo el arco califal, junto a la iglesia de la virgen del barrio mirando hacia las huertas, cuyo sistema de riego con las cristalinas aguas del Moncayo idearon los hortelanos musulmanes utilizando vestigios romanos.


Desde hace años en toda la zona viven, me gustaría decir "conviven", personas venidas a trabajar desde distintos lugares. Un grupo de ellas originarias de Rumanía consiguió habilitar la capilla de una residencia de ancianos abandonada para realizar su culto ortodoxo. La han dejado y ahora van a la capital de la provincia, situada a cincuenta kilómetros. Hay una mayor presencia de personas y familias de origen marroquí. Ya no cuidan las huertas; su trabajo principal lo desarrollan en las granjas de cerdos de engorde que nutre a la industria chacinera de la zona o en la limpieza de los bosques. En estos años, paseando por la dehesa observaba a dos equipos de hombres jugando al fútbol y un amplio grupo observándolos. Todos eran marroquíes. Pregunté a varias personas del pueblo sobre un hecho tan llamativo. Las respuestas eran siempre iguales: son muy suyos, no quieren integrarse. Desde que vino el imán, dicen, están más distantes. Mujeres que iban sin velo ahora se lo ponen.


Desde hace años en toda la zona viven, me gustaría decir "conviven", personas venidas a trabajar desde distintos lugares


Este año no los he visto jugar al futbol. Pregunto y recibo las mismas respuestas. Mientras van a la escuela están juntos. Cuando dejan la escuela se alejan de los demás El otro día conocí a Tahar. El día anterior, sin conocernos aún, tuvimos un desencuentro por el ruido que hacían casi de madrugada en su lugar de trabajo. -Soy marroquí, me dijo. Mis padres viven en Oujda y están pasando aquí unas semanas.


Me extrañó. Ni sus facciones, ni el perfecto castellano lo hubieran indicado. Le propuse invitar a su padre a tomar café en mi casa y hablar de una ciudad y un país que conozco casi como el mío. Han pasado días, no he vuelto a saber nada de él y pienso que su padre tal vez no entienda mi invitación o tema.


Me cuentan en el pueblo que a la mañana siguiente del horrible atentado en Barcelona alguien hizo explotar un petardo en la puerta de la rudimentaria mezquita u oratorio. Nadie ha dicho nada. Tampoco nadie de dicha comunidad estaba presente en el momento en que en la plaza del pueblo se hizo un conmovedor minuto de silencio por las víctimas. Éste no fue programado sino que se realizó en el marco de una celebración deportiva. Me cuentan que el día siguiente al terrible suceso las madres marroquíes no bajaron al parque donde juegan sus hijos. Nadie habla, nadie dice nada en público. En privado expresan miedo y muchas cosas más; como aquí, como en tantos sitios. Una pareja que vive en Catalunya me dice que es horrible pensar que el atento hombre marroquí que cada día les saluda mientras limpia el parque por el que ellos pasean pudiera ser, sin saberlo, padre de jóvenes islamistas radicales.


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Un furgón de los Mossos lleno de flores y carteles por la paz en la manifestación de Barcelona


Ante todas estas cosas yo me esfuerzo en compartir que "no tinc por" y no lo logro. Yo tengo miedo y no siento culpa de ello ni me siento un cobarde. Lloré por las víctimas primero; después lloré también por los verdugos. Y siento miedo. No es un miedo paralizante, no lo es, pero es miedo, temor o como quiera llamársele a ese sentimiento tan humano de preocupación por cuál será la salida a todos estos intensos malestares en los que vivimos desde hace tiempo.


Nadie habla, nadie dice nada en público. En privado expresan miedo y muchas cosas más; como aquí, como en tantos sitios


Miedo a tanto silencio, a tanta sospecha, a tanta mentira y a tanta escaramuza en la que se mueve la política. Miedo a la indiferencia y desprecio al otro diferente. Miedo a no saber quién vive a mi lado porque no hay manera de hablar y conocerse. Miedo a los sobreentendidos y las certezas. Miedo al nosotros y al vosotros. Miedo a los distintos modos de exclusión, a las fronteras, a los muros, a las vallas, a los fosos. Miedo a Trump, miedo a Putin, miedo a Orbá, miedo a Erdogán y -¿por qué no?- miedo a veces a lo que dice Rajoy, Puigdemont, Iglesias, Sánchez, Díaz, Junqueras, Rivera, etc. Miedo a las proclamas de los curas en sus púlpitos, a los imanes, a los tertulianos que remueven el odio.


Miedo a los que solo pueden ser españoles, catalanes, castellanos y se llenan la boca citando a unos ancestros que ya son de todos. Oí este verano a sesudos ponentes en un curso sobre la cultura celtibera reclamar el orgullo de ser herederos de esa cultura que se enfrentó a Roma y que tenían las espadas del mejor hierro del mundo. Otros se reclaman orgullosos herederos de Viriato, Don Pelayo, El Cid, los Omeyas o Guifrè el Pilòs. He oído seriamente decir que "habría que volver a echar a los moros". Y la esposa, ahora investigada, de un político, ahora silenciado, llegó a expresar su temor a que nuestras iglesias románicas llegaran a convertirse en mezquitas. Eso fue no hace muchos años. Miedo a las distancias que se están estableciendo entre independentistas, no independentistas, nacionalistas, internacionalistas, etc. Miedo a las banderas y a los himnos.


Tengo miedo, horror, a las hambrunas que asolan a tantos pueblo provocadas por la codicia sin límites de los países desarrollados que destruyen toneladas de frutas y verduras para elevar su precio. Miedo al miedo que muchos países desarrollados tienen a los gobiernos que financian el terrorismo, tantos tipos de terrorismo del que tantas personas mueren cada dia. Miedo a que sintamos que está bien matar al que ha matado. Miedo a estos jóvenes desnortados y a los adultos que abusan de su necesidad de hallar un sentido a su vida. A no sentirlos nuestros y nosotros aunque son nosotros y nuestros. Siento miedo -y mucho dolor- cuando leo "terrorista abatido, matado, cazado" y me pongo en la piel del policía, de la familia, del propio sujeto abatido.


Miedo a que sintamos que está bien matar al que ha matado. Miedo a estos jóvenes desnortados y a los adultos que abusan de su necesidad de hallar un sentido a su vida


Se me encoge el corazón cuando en cualquier cadena de TV reiteran la imagen en el que un Mosso, posiblemente con mucho dolor y miedo, abate a uno, a dos, a tres, a cuatro terroristas, jóvenes que han desviado sus vidas por el fanatismo y quizás el miedo. ¿Qué es, si no es el miedo comprensible de que el joven asesino lleve explosivos en su cintura, lo que lleva a un policía a matarlo entre la soledad de las vides del Penedes? Huía de la policía, alejándose de sus víctimas y acercándose inexorablemente al precipicio en el que se había convertido. Dentro de él seguía habiendo un hombre hiriente y tal vez herido de sí mismo y de ese ideal al que se había sometido.


Y siento un dolor terrible cuando leo en la prensa el detalle de ese hecho: "el joven se abrió la camisa de manga larga y mostró lo que parecía un chaleco explosivo. Después gritó en árabe: 'Alá es grande'. Inmediatamente los dos Mossos abrieron fuego contra el individuo (que) murió en el acto. Con los ojos abiertos. Y el rostro desfigurado por el impacto de las balas". Es un periodista, A. Puigverd, quien en su artículo "Ripoll" de La Vanguardia del 22.08.17 reconoce "a veces los periodistas parecemos hienas oliendo carne fresca. O sociólogos aficionados resistematizando prejuicios".


Y otro miedo reciente, a todos aquellos que dicen quien debe o no estar en una manifestación de solidaridad; a todos aquellos que se siguen odiando y reclamando beneficios de lo sucedido, sean quienes fueren.


Tal vez sea el miedo, los miedos actuales y los ancestrales que se ponen en juego frente a tanto horror y a la imposibilidad de poderse explicar por qué en el alma humana también anida tanta maldad.


Manifestacion comunidad musulmana catalunya atentado Barcelona

Pancarta en una manifestación de la comunidad musulmana contra el atentado de Barcelona


¿No es acaso sentir miedo un rasgo de la condición humana? ¿Es posible decir de verdad que no tenemos miedo? ¿Es posible decirlo cuando estamos rebosantes de dolor y de rabia? El duelo ocupa una parte importante en los trabajos de Freud y sus continuadores. Su elaboración -y por ende su reconocimiento- es necesario; lo contrario tiene serios negativos efectos sobre el psiquismo individual y lo colectivo. Marie Langer, freudiana, marxista y feminista que formó parte de un grupo de apoyo a la salud mental en Nicaragua, observó la dificultad que tenían muchas personas para llorar la muerte de sus familiares durante el proceso revolucionario; no se llora a los héroes o a los caídos por una causa extraordinaria. Lo llamó "el duelo congelado".


Es posible que al decir "no tenemos miedo" estemos intentando congelarlo, expresando una innecesaria valentía. Si nos reunimos no debe ser para negar nuestro miedo la tarde que dura la manifestación y el breve efecto emocional que generan los fenómenos de masas descritos por Freud y por la psicología social. Ese encuentro calma pero no resuelve. El encuentro debe llevar al reencuentro con lo perdido, a sentir que todos somos frágiles, a reforzar los lazos para hacer frente a tanta vulnerabilidad como lleva el vivir y que llevó a Agnes Heller a decir en una reciente entrevista: "El mundo es un lugar peligroso y siempre lo será. Debemos aprender a vivir con ello". Saberlo, no negarlo y convivir con ello significa tenerlo en cuenta para no desanimarse en la construcción de un mundo donde todos tengan un lugar. Tal vez congelar el miedo sea una huella de la herida infringida en un acto tan reprobable y doloroso.


¿No es acaso sentir miedo un rasgo de la condición humana? ¿Es posible decir de verdad que no tenemos miedo? ¿Es posible decirlo cuando estamos rebosantes de dolor y de rabia?


Puedo decir que tengo miedos. Los tuve en Mostar, en El Salvador recién acabada la guerra cuando aún la tierra temblaba con las réplicas del terremoto, en Melilla recientemente cuando fui a filmar las vallas y obtener testimonios de lo que allí pasaba; pero ello no paralizarán mi solidaridad, mi lucha por la justicia, mi apuesta por una interculturalidad comprometida y militante, mi búsqueda y encuentro con el otro, no negará mi abrazo a nadie por más diferente que sea de mí, no taponará mi curiosidad ni mi mirada atenta y comprensiva hacia el otro, hacia ningún otro.


En estos momentos de incertidumbre y miedo me vienen a la memoria las últimas frases de un vigente y asombros texto de Sigmund Freud, judio, 'El Malestar en la Cultura' (1929): "A mi juicio, el destino de la especie humana será decidido por la circunstancia de si -y hasta qué punto- el desarrollo cultural logrará hacer frente a las perturbaciones de la vida colectiva emanadas del instinto de agresión y de autodestrucción (…) Nuestros contemporáneos han llegado a tal extremo en el dominio de las fuerzas elementales que con su ayuda les sería fácil exterminarse mutuamente hasta el último hombre. Bien lo saben, y de ahí buena parte de su presente agitación, de su infelicidad y su angustia. Sólo nos queda esperar que la otra de ambas «potencias celestes», el eterno Eros, despliegue sus fuerzas para vencer en la lucha con su no menos inmortal adversario. Mas, ¿quién podría augurar el desenlace final?"


Recuerdo también unas de las frases más hermosas que he leído sobre la reconciliación y el amor. Son de 'El intérprete de los deseos', texto del poeta y filosofo musulmán sufí Ibn el Arabí (Murcia, 1165): "Hubo un tiempo, en el que rechazaba a mi prójimo si su fe no era la mía. Ahora mi corazón es capaz de adoptar todas las formas: es un prado para las gacelas y un claustro para los monjes cristianos, templo para los ídolos y la Kaaba para los peregrinos, es recipiente para las tablas de la Torá y los versos del Corán. Porque mi religión es el amor. Da igual, a dónde vaya la caravana del amor, su camino es la senda de mi fe".


Amén.

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