¿Hemos llorado en España todo lo que hacía falta por la Guerra Civil de 1936? No han podido hacerlo igual, por supuesto, quienes vivieron aquellos años que quienes aún no habían nacido. Pero la marca que dejó esa guerra debería servir para fundamentarnos en una responsabilidad clara y rotunda que nos impediría caer por la pendiente del odio y de la estupidez; sin embargo, vamos por ese camino demencial. Quienes nacimos durante el franquismo experimentamos las consecuencias de aquella tragedia, que algunos alargan a los nacidos en democracia, pues llevan años reavivándola (no hay debate en el que no se acuse de franquista a quien moleste) para vengarse de la derrota y hacer ganar al bando que perdió; hay que recordar que, mientras insistían en seguir peleando, muchos de sus dirigentes abandonaron España (a diferencia de Julián Besteiro, que se negó a huir y murió en la cárcel); fueron extremadamente irresponsables al no prever que se iba hacia un desastre colosal, lleno de penalidades. Sufrimientos que se han ido transformando generación tras generación, truncando las mejores posibilidades de todos y cada uno de los españoles. Esto lo deberían aprender los jóvenes, sería excelente para su cordura y para el futuro de todos, sin distinción de edad. Paz, piedad y perdón, como pidió ciertamente tarde Manuel Azaña, presidente de la República.
El escritor Ignacio Martínez de Pisón, un hombre tranquilo, sereno y lúcido, que nació cuando se cumplieron los ‘25 años de paz’ (un eslogan falaz, puesto que el régimen siempre atizó la discordia), ha presentado a principios de año una novela larga y formidable: Castillos de fuego. Siempre bien documentado, Martínez de Pisón despliega, con una prosa espléndida, historias sórdidas ubicadas en los seis primeros años de la posguerra, desde noviembre de 1939 hasta septiembre de 1945. En ellas asoman las oscuridades de quienes, sean del bando que sea, celebran las desgracias ajenas con una alegría perversa, pero también las miradas indulgentes y los gestos benevolentes ‘cargados de un significado profundo’. Hoy como ayer, muchos jóvenes creían participar en un momento irrepetible e histórico que reclamaba la movilización general, ignorantes de la existencia e influencia de los aprovechados oportunistas. Tras la toma de conciencia del abuso sufrido al ser engañados y manipulados, cualquier atisbo de cordialidad o calidez se esfumó de golpe de muchas vidas.
“Sintiéndose responsable, Ridruejo (ex jefe de Propaganda de Franco) lo observaba todo con expresión sufriente”. Harto de politiqueos y politiquerías, de quienes querían una España en guerra contra los enemigos y ‘perpetuamente fiel’ a los caídos del bando ganador, Dionisio evocaba, desde Ronda, a Rilke: “El paso del tiempo no es más que pequeñez en lo eternamente perdurable. Todo lo que apremia pronto habrá pasado”.
Cuando no estamos adiestrados a captar matices, ni dispuestos a distinguir tonos, voces y ecos, estamos perdidos ante los expertos en el engaño y la crueldad. Apreciar la sorna y la ironía, la cordialidad y la resignación, la aspereza y la persuasión, o el valor de contar con las palabras alegría y felicidad y esperanza. Martínez de Pisón nos presenta la realidad de unos castillos en el aire que acabaron por ser castillos de fuego y de muerte. En aquellos años de maquis se insistía en las contradicciones del régimen, en el nerviosismo del ejército y el descontento de la sociedad, en la idea de forzar las cosas para que el franquismo se resquebrajase por dentro, es ‘cuestión de días’.
Se vendía humo: “¿No oléis la descomposición? La dictadura es un organismo agusanado, putrefacto y muribundo. No hará falta ni agitarla para que caiga como fruta madura”. “Pero es que esta vez es verdad. La situación internacional ha cambiado y están más débiles que nunca. Nuestros sacrificios, lo que hemos hecho hasta ahora… No puede ser que todo eso haya sido inútil. Que no haya servido para nada. ¿Y los camaradas que se han quedado por el camino?”. “Un comunista no se rinde nunca, ¡y menos cuando su sacrificio y su lucha son más necesarios!”. “El Partido nunca se equivoca, el Partido siempre tiene razón”, “la tiene incluso cuando no la tiene. Hay que estar con el Partido, aunque no tenga razón”. Pero algunos leales a la causa, víctimas de la difamación, tuvieron que esconderse de sus camaradas comunistas que activaron la soviética ‘caza del comunista infiltrado’. La tragedia añadida de no poder fiarse de nadie, de nadie en absoluto.
Cabe preguntarse si hemos llorado lo suficiente, o bien si queremos cebar el suplicio generalizado y sin cuento. Por esta razón, con confianza y con seguridad en lo que digo, quiero llamar a la conciencia de todos los que están lejos del sectarismo y cerca de la realidad de los sufrientes anónimos, la clara mayoría.
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