El contacto frecuente e intenso con personas amables, sensatas y razonables eleva nuestra calidad de atención y raciocinio. Igual sucede con la lectura de los grandes libros. Quevedo llegó a decir que gracias a esa compañía vivía en conversación con los difuntos y que con sus ojos escuchaba a los muertos. El asunto es instalarse en la realidad como un ser adulto con sentido crítico e ir más allá de la puerilidad.
Yo recomiendo a mis estudiantes que lean en inglés la obra completa de Sherlock Holmes, el célebre detective al que Arthur Conan Doyle dio vida. Tienen la oportunidad de aprender no sólo inglés sino de adiestrarse en el arte de deshacerse de prejuicios y seguir con docilidad el camino que señalen los hechos. Hay detalles que parecen insignificantes, pero, para no engañarse, no habría que considerarlos como tales. Hay que combatir nuestra torpeza y nuestro estado de confusión, y no deformar los hechos para encajarlos en nuestras impresiones precipitadas.
He leído con gusto la reciente novela de Arturo Pérez-Reverte: El problema final (Alfaguara), donde el académico y antiguo reportero de guerra ha tomado como modelo de su protagonista al actor Basíl Rathbone, quien interpretó el papel del mítico Sherlock Holmes en quince películas. Lo sitúa hacia 1960. En un hotel de la isla griega de Corfú se desarrolla una trama policíaca que se presta a ser leída más de una vez. El actor que durante quince años convivió con el detective al encarnarlo para la ficción cinematográfica, leyó cada una de sus novelas y relatos decenas de veces, para impregnarse así del carácter del personaje de Baker Street. ¿Hasta qué punto llegó a absorber las impecables destrezas del detective?
Las circunstancias le obligaron a hacer de la necesidad virtud, llenar el vacío de un investigador imaginativo y riguroso: “usted fue Sherlock Holmes”, símbolo y referencia de una autoridad de método y coherencia, sabe que se ve el hecho y no su explicación. Le acompaña en el papel del Doctor Watson, Paco Foxá, un salado escritor de historias baratas, policíacas y del Oeste que se encuentra por allí de vacaciones.
Pérez-Reverte despliega atractivos conocimientos de actores, actrices y películas. Sabedor de que el género policíaco debe estimular la inteligencia y la emoción del lector, no puede entretenerse en lo que denomina profundidades psicológicas. Reivindica, no obstante, la investigación criminal inteligente que juega con la capacidad de error y de olvido, que asoma por la frontera entre lo real y lo irreal; qué huella deja en un actor los papeles que largamente ha representado. Una manera de pensar con aplomo y de narrar una historia de modo que “el lector, equivocado o no, se la cuente a sí mismo”. Por lo general, prosigue Arturo Pérez-Reverte, “la gente no responde a lo que se le dice, sino a lo que cree que estás pensando cuando se lo dices”.
Reflexionar sobre estas ideas ilumina nuestra realidad, nos orienta a superar el desconcierto inevitable y a ser conscientes del ruido que nos envuelve. El escritor cartagenero explica la técnica de “ensordecer al lector cuando se le muestra algo y cegarlo cuando escucha”. ¿Nos permite esta exposición identificar la estrategia que los políticos con poder y sus medios afines siguen de forma automática con nosotros los ciudadanos?
Las novelas y relatos de Sherlock Holmes fueron publicados en revistas durante cuarenta años, entre 1887 y 1927. En este escrito de Pérez-Reverte se detalla que en todos ellos hubo veintisiete problemas de huellas y que en varias ocasiones el detective rehusó entregar a un delincuente: “una o dos veces a lo largo de mi carrera tuve la impresión de que haría yo más daño descubriendo al criminal que éste al cometer su crimen”. No me paga la policía, dirá por su parte el actor reciclado de urgencia en investigador, para que les haga el trabajo. Y añadirá que nunca tuvo interés en restablecer el orden social: “No, desde luego, en el mundo en que vivimos”.
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