A partir de un viaje que hizo por España, el crítico de arte y novelista Julius Meier-Graefe (1867-1935) enfocó la figura de El Greco como precursor del movimiento vanguardista del expresionismo. La editorial Elba ha recogido en un librito dos textos suyos, publicados originalmente en 1904, con el título Auguste Rodin y Medardo Rosso.
Creo interesante aprovechar cualquier oportunidad de aproximarse a diferentes modos de relación entre la conciencia y la forma artística, así sucede cuando se leen libros donde se habla de arte. Valga mencionar que el escultor y pintor turinés Medardo Rosso (1858-1929), cera y yeso, es objeto estos días de una exposición en la Fundación Mapfre del paseo madrileño de Recoletos. Rosso se relacionó en París con Modigliani (1884-1920) y con Rodin (1840-1917), todos ellos artistas referentes de poderosas vocaciones.
Meier-Graefe veía a Rosso como el Mefistófeles de la escultura y conjeturaba que había animado a Rodin (casi veinte años mayor que el italiano) en su última fase de color y de luz. En opinión de Judith Cladel, biógrafa de Rodin, quien se crea más importante que la Naturaleza y piense que puede embellecerla sólo hará malabarismos. Y sentenciaba asimismo que “no es la Naturaleza la que es imperfecta, sino la mente que le concibe de este modo”.
Para Julius Meier-Graefe, los escultores estaban en deuda con los pintores en la senda del impresionismo. Tras relacionar el misterioso destino artístico que relaciona a grandes figuras del arte, planteaba la división de masas, oculta bajo las formas, y el vestigio de pensamiento matemático que contenían.
Belleza lineal y juego encantador. Tiene que haber leyes absolutas en el arte, escribía el crítico alemán, porque en la Naturaleza las hay. En el caso de Rodin, destacaba tres etapas de inspiración: La Porte de l’Enfer (la audacia de la juventud, siempre al borde de lo imposible y unida a una energía prodigiosa), Victor Hugo (un cubo irregular, con ángulos obtusos y agudos dispuestos diagonalmente en el espacio) y Balzac (obra de la que decía que pertenece a ‘nuestra’ época como apenas ninguna otra. “La obra de un hombre honesto, benéfica como todas las obras trascendentales. Las matemáticas y el gusto se retiraron discretamente”).
De esta última escultura se fijaba en cada arruga de su cara ceñuda que “va obviamente encaminada a la representación de la vida, y no sólo forma parte de la escultura, sino de la esencia del ser representado, lo que consigue llevar el pedazo de carne viva ante la mente con la sugestión perfectamente fisiológica de un cuerpo”.
Observaba Meier-Graefe que hay bocetos del escultor francés en los que elimina absolutamente la luz y la sombra; y agregaba que es a la manera de los japoneses. En cualquier caso, “todo lo no esencial está en silencio”. ¿Es posible que un hombre pueda despreciar todos los honores que se le puedan brindar y que le baste saberse artista y auténtico?
La obra artística analizada como resultado de su visión de la naturaleza, de su familiaridad con las matemáticas y de su posesión del gusto, contemplado éste como brújula del universo.
Del gusto, dijo Rodin que lo es todo: “Quien posee conocimientos de escultura o de pintura sin tener gusto nunca llegará a ser escultor o pintor”.
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