Un amigo mío, que es un científico destacado y de verdadera calidad humana, sólo lee, al margen de su especialidad, ensayo e historia y me dice que no lee novelas porque es perder el tiempo (‘o eso siento yo’, apostilló). No comparto su opinión. Las buenas novelas concentran una experiencia rica en el decir y en la hondura de la vida que resulta aprovechable para el gobierno de nuestros días.
He leído estos días una novela escrita hace unos quince años por Paolo Giordano, un doctor en Física que ha escrito después otras; la última, Tasmania. Con la primera, La soledad de los números primos (Tusquets), obtuvo un notable éxito de ventas y grandes elogios de críticos relevantes. Me ha sorprendido que sea tan ensalzado, quizá porque refleja unas vidas que no saben salir de las trampas en que se inició su temprana existencia. No dudo de que contiene elementos biográficos del autor y que escribir esas páginas, ordenadas en una estructura particular, implica un esfuerzo por retratar y comprender decisiones tomadas, para dar paso a la cordura en su conciencia.
Vidas iniciadas con el peso de unas consecuencias, largamente incubadas, de las actitudes paternas hacia sus hijos. Rostros inexpresivos espiados sin remisión ni amor, cicatrices notables que se desconoce y en las que apenas se repara superficialmente. “Su secreto –se dice en esas páginas- tenía un nombre terrible, que se ceñía como nailon a sus pensamientos y los asfixiaba”. Odiaba que todo lo que hacía se le antojara irremediable y definitivo.
Con frecuencia, dos soledades se encuentran sin salir de su ensimismamiento; almas gemelas que continúan su trayectoria sin remedio y con la tristeza de las acciones fallidas. De ahí el título metafórico: ‘La soledad de los números primos’. Éstos son números naturales que sólo son divisibles por ellos mismos y por 1, el divisor universal. Y se llama números primos gemelos a los números primos que tienen una diferencia de dos unidades: así, 3 y 5; 5 y 7 (el 5 es, pues, gemelo con el 3 y el 7, que no lo son entre sí); 11 y 13; 17 y 19. Los números siempre dan juego. Hay números perfectos y amigables, entre otras clasificaciones. Digamos que en matemáticas se llama perfecto a un número que es igual a la suma de sus divisores distintos de él mismo. Lo es el 6 porque 1+2+3=6; el 28, porque 1+2+4+7+14= 28; igual ocurre con 496 y 8.128 (se ignora si hay o no una cantidad infinita de números perfectos). Todo esto está muy bien, ciertamente, e incluso puede resultar curioso. ¿Pero qué queremos decir de provecho?
El protagonista masculino de la novela reconocerá que fuera de su elemento matemático “era un perfecto inútil” y que “confiaba en sí mismo cada vez menos”. En su trabajo, tenía un compañero con el que compartía despacho y que, a pesar de comer juntos todos los días durante años, “ninguno de los dos habría sabido decir si eran amigos o simples colegas”. Unos vínculos muy frágiles e inciertos. “Les costaba trabajo hablar y pensar a la vez, como si las dos actividades se anularan mutualmente”.
En este texto se evocan los años de instituto y se señala que fueron para ambos, el chico y la chica, como “una herida abierta, tan profunda que no creían que fuera a cicatrizar jamás. Lo pasaron como de puntillas, él rechazando el mundo, ella sintiéndose rechazada por el mundo, lo que a fin de cuentas acabó pareciéndoles lo mismo. Habían trabado una amistad precaria y asimétrica, hecha de largas ausencias y muchos silencios”. Ciertamente desolador, ciertamente habitual.
No he encontrado en esta novela ninguna frase o reflexión que pueda emplearse como trampolín para elevarse a una vida mejor de la que se anda viviendo. Acaso se trata de eso, de retratar sin más un modo de estar en el mundo y de acoplarse a una triste y mediocre realidad. A pesar de todo lo cual, sigo creyendo que mi amigo científico no acierta al negarse a leer novelas.
Escribe tu comentario