En la vida hay cosas que pueden revertirse, pero, sin embargo, lo que ocurrió no puede dejar de haber ocurrido: es irrevocable, y ni Dios puede alterarlo. Por ejemplo, las barbaridades cometidas en el apartheid sudafricano son imborrables y no pueden dejar de ser historia. La vergüenza y el dolor por las humillaciones y crímenes que produjo aquella larga e intensa segregación tienen su base en la noción de persona, continuamente vulnerada. Las leyes consideraron a millones de personas negras poco más que animales, por supuesto no como libres e iguales con los afrikáners (descendientes de los colonos holandeses).
Leo Los herederos (Península), un retrato de Sudáfrica hecho por Eve Fairbanks, a través de tres biografías. En términos habituales en su país, esta escritora estadounidense es caucásica. Refiere la autora que no pocos sudafricanos blancos que emigraron recientemente a lugares de mayoría blanca, como Nueva Zelanda, optaron por regresar al no adaptarse a la experiencia de que su color de piel no les daba ventajas materiales ni psicológicas; esta idea es secuela de una grave anomalía. Estaban acostumbrados a unos privilegios ante los otros habitantes, con quienes se había dictaminado que no tenían nada que ver y que tratar. Sentían que debían aislarse de ellos para preservar su ‘identidad’, la maldita identidad que se impone sobre la común condición humana. Esta ‘defensa de la tierra’ incluye borrar a los desleales y traidores a la sociedad blanca que abrazan el mestizaje; así, por ejemplo, hubo quien por casarse con una mujer negra fue ‘eliminado’ de la familia, comenzando por su hermano gemelo que actuó como Dios manda, casándose con una blanca.
El sociólogo holandés Hendrik Verwoerd (1901-1966), un supremacista blanco que impuso en 1948 un sistema de segregación racial, es considerado el arquitecto del apartheid. Llegó a primer ministro de Sudáfrica en 1958, y lo fue hasta que fue asesinado en 1966. Impulsó en 1960 un referéndum para independizarse del odiado Imperio británico (con el que perdieron las dos brutales guerras de los bóeres; término que significa ‘agricultores’ en neerlandés). Ordenó reservas, llamadas bantustán, donde la población negra (a la que se retiró el derecho al voto) estuviera fuera de la vista de los afrikáners. La especificidad sudafricana durante cuatro siglos ha producido trastornos, que van más allá del fin del apartheid en 1994; año en que Nelson Mandela obtuvo en las urnas la presidencia del país. Señala Eve Fairbanks que “en 1994, sólo la mitad de los hogares tenía acceso a la corriente; actualmente, apenas uno de cada diez sigue sin luz”. Pero también que los sudafricanos negros asumieron el marco mental de los blancos, en la idea de que Sudáfrica es diferente de África: “que era más que el resto del continente, que quizá ni siquiera formaba parte de él”.
El horizonte del país cambió radicalmente, ¿se puede convivir con quienes te oprimieron por tu color y que, desde el irreductible supremacismo blanco, no sólo establecieron una inmensa brecha cultural con ellos, sino que te percibieron directamente como gente mala e inferior? Cabría hacer borrón y cuenta nueva. ¿Es posible? Cuando menos, es deseable para todos.
Por su parte, los blancos han pasado a ser una minoría desacreditada con la sensación de ser irrelevantes ante un pueblo con conciencia de su negritud y con inevitables pulsiones vengativas. ¿A qué país pertenecen? Algunos sectores se acogen a la idea de un ‘cuarto mundo’: grupos étnicos o comunidades religiosas sin la protección de su propio Estado, donde caben desde los coptos y los judíos en Egipto hasta los aborígenes australianos. Irónicamente, los supremacistas afrikáners buscan inspiración en las historias de los nacionalistas catalanes y vascos. En fin, en todas partes cuecen habas. Y en cualquier caso hay que procurar siempre lo mejor: el respeto a la realidad y la afirmación de la dignidad humana, propia y ajena, exigen renunciar a la venganza y limar los rencores.
Escribe tu comentario