Estoy fuera de lugar allí donde se escarnezca a los vencidos y derrotados, y no necesariamente porque yo me pueda incluir entre ellos. A decir verdad, todos lo hemos sido, lo somos o lo podemos volver a ser en cualquier momento; nada es seguro y definitivo mientras se vive. Me siento fuera de lugar (o fuera de casa) donde domine el abuso verbal o físico que humilla y desprecia con mala saña. Valoro, por el contrario, a quienes no se resignan a la derrota y que, por unas convicciones firmes sobre lo que hay que hacer y lo que no se debe consentir, desarrollan pundonor y entereza. Me parece hermoso evocar aquí unas palabras de Don Quijote que ensalzan el empeño por una causa noble: “Podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo es imposible”.
Cuando se ve al presidente del Gobierno jactarse de encabezar un bloque ‘progresista’ que incluye a Bildu y a PNV, a Junts y a ERC (que se muerden unos a otros, de dos en dos), se hace notorio que las palabras se las lleva el viento y que, según quién las diga, no valen nada porque su significado es cambiante e inestable. Para ‘ser más’ que los adversarios (y ‘tener más’ poder y cargos que ellos), Sánchez incluye entre los suyos a declarados enemigos de la igualdad y solidaridad entre los ciudadanos. De hecho, encabeza el viejo proyecto de mandar a toda costa, cueste lo que cueste. Sánchez y el PSOE venden la obligación de evitar que gobierne la derecha y la extrema derecha, gustan para ello de llevar a los adversarios a posiciones extremas, etiquetarlos y distorsionar cuanto convenga. Si, como suele ocurrir, los opositores colaboran en esta labor negativa, imaginen qué atmósfera enrarecida se puede instalar (y se está instalando entre nosotros).
Es imprescindible descongestionarse de lo que nos impide pensar bien y distinguir entre dudas y certezas. Mediado el siglo XX, Albert Camus afirmaba con rotundidad: “La justicia es como la democracia, o es total o no es” y “con la prevaricación no se pacta. Se rechaza, se lucha contra ella”; y si se maquilla (lo que es posible hacer desde cualquier ideología), se engaña y confunde sobre su realidad.
Leo La izquierda traicionada (Península), libro del joven abogado Guillermo del Valle que dirige ‘El Jacobino’, una plataforma política que combate por reaccionaria a la izquierda hegemónica en España. Una izquierda, denuncian, que sustituyó hace años la razón en marcha de La Internacional por la superstición tribal e identitaria, y que en su praxis ha convertido, dice, “el legítimo derecho a la diferencia en una inquietante diferencia de derechos”. Sucede que, en cualquier caso, hay tantas identidades como seres humanos, y todas son diferentes y permeables. Debo decir que el término jacobino no me resulta simpático, pues es sinónimo de exaltado, revolucionario y violento. Desde la Revolución Francesa (origen de los términos izquierda y derecha) califica a quien defiende ideas revolucionarias y radicales, con rigorismo moral y un exceso de severidad.
Comparto con estos ‘jacobinos’, sin embargo, su afán por combatir las desigualdades sociales, donde quiera que surjan, también en la economía digital. O su idea de que “no se puede erigir una nueva frontera donde no existe hoy, ni arrogarse la decisión exclusiva sobre lo que ya pertenece al conjunto de una comunidad política democrática”. Asimismo, es evidente que hay una conexión más estrecha de los habitantes de Nou Barris con los de Vallecas que con los de Pedralbes, y también que podemos sentirnos más próximos a un forastero que a un paisano, todo depende de las personas en cuestión.
Los problemas, sean estructurales o menores, no se localizan ni se resuelven desde la fraseología, sino desde un trabajo inteligente, paciente y certero. En esto andamos muy retrasados socialmente. Hay, por ejemplo, gran afición a recurrir de forma compulsiva a la muletilla ‘neoliberalismo’, como encarnación del mal; me parece asimismo pueril e impreciso calificar a UCD, sin más, como partido conservador y de derechas. En cualquier caso, lanzar una plataforma con posibilidades de representación (por de pronto, en el Parlamento Europeo), requiere de un camino de síntesis y convergencia con otras formaciones. No veo otro mejor y más atractivo que el manifiesto fundacional de Ciutadans, el cual reclamaba como objetivo principal “devolver la política al espacio público y desligar su gestión de las ataduras sentimentales”, contribuir al restablecimiento de la realidad e invocar el debate racional desde el espíritu crítico. El ideario del partido de la ciudadanía propugnaba actualizar y recuperar “los principios y valores que nos ha legado la mejor tradición política europea, la del liberalismo progresista y del socialismo democrático”. Creo que en esta fusión se encuentra el punto adecuado para arrancar y perseverar en una acción política eficaz de tercera vía. El espíritu de Ciutadans no tiene sustituto.
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