El sector financiero siempre ha ido en vanguardia de la digitalización. Desde los primeros cajeros electrónicos en red, llegados a España en la década de los 70, hasta las apps actuales para teléfono móvil, que nos permiten llevar la sucursal bancaria en el bolsillo, lo cierto es que la tecnología siempre ha estado muy presente en el mundo de la banca.
Hoy en día, las entidades tienden a sustituir las sucursales físicas por los servicios ofrecidos a través de internet. De hecho, y según datos del Banco de España, el número de oficinas en nuestro país ha caído un 43% en 10 años, desde 45.707 de 2008 a 26.011 de diciembre de 2018. En septiembre de 2019 el número de sucursales operativas en España eran 20.622 de acuerdo con el Registro de ofcinas de entidades supervisadas del Banco de España.
En paralelo, la proporción de ciudadanos que utiliza la banca a través de la web creció un 30% entre 2007 y 2017, y las estimaciones apuntan a que, en 2022, cerca de la mitad de los pagos relacionados con el comercio electrónico se realizarán a través de monederos electrónicos y, en el caso de los pagos en punto de venta, esta cifra se situará en torno al 28%, sustituyendo una buena parte del volumen actual de abonos en efectivo. Resulta más que evidente que la actividad se está virtualizando a pasos agigantados.
Una de las principales consecuencias que trae consigo esta tendencia es que hay un desplazamiento del eje de atención hacia el cliente, de forma que este se convierte en el centro de un servicio que a partir de ahora se moldea para satisfacer sus necesidades de manera que le resulte lo más cómodo posible. Atrás quedaron las colas en las ventanillas para realizar una transferencia; hoy es posible realizarla en unos pocos minutos a través de un ordenador, una tableta o un smartphone.
Y la consecuencia directa de esto es que el servicio en sí prima sobre la entidad financiera, un fenómeno que se empieza a conocer como banca invisible. La idea básica es que el cliente de la era digital espera que sus necesidades financieras no dependan de cómo el banco oferta sus servicios, sino de cómo él quiere que le sean prestados. El nuevo consumidor demanda que las entidades eliminen todo procedimiento engorroso y tedioso a la hora de operar con él. Quiere que el servicio esté embebido en su vida diaria sin que necesariamente perciba la presencia del banco.
En la banca invisible los productos y servicios están empaquetados en la “trastienda” de forma que no son visibles para el cliente, que solamente recibe una experiencia positiva para él. Las apps y otros canales cada vez serán más autónomos y sustituirán la decisión consciente de pago. Una buena comparación son los smartphones, y en general, todos los dispositivos electrónicos de consumo, que bajo una determinada marca encierran componentes de otros fabricantes cuya presencia queda oculta. ¿A alguien le interesa o le preocupa saber que dentro de un iPhone pueden estar alojadas marcas como Samsung, Sony, Toshiba o LG? Pues igual llegará a suceder con los servicios financieros, pues los consumiremos asociados a experiencias comerciales, sin prestar atención a qué entidad o entidades están detrás prestándolos.
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