Rodrigo Cortés y la raíz gallega de ‘Verbolario’: “Si me preguntan de dónde soy digo Salamanca; si me preguntan qué soy digo gallego”
Rodrigo Cortés (Pazos Hermos, Ourense, 1973) es director de cine -‘Buried’, ‘Luces Rojas’ o ‘El amor en su lugar’), escritor -‘Los años extraordinarios’, ‘Sí importa el modo en que un hombre se hunde’, ‘Dormir es de patos’ y ‘A las tres son las dos’-, podcaster -‘Aquí hay dragones’ y ‘Todopoderosos’ junto a Juan Gómez-Jurado, Javier Cansado y Arturo González Campos- y más cosas que se resiste a desvelar.
Galiciapress charló con Rodrigo Cortés antes de su presentación en Santiago de Compostela. En el papel de escritor, Cortés desgrana de dónde viene su inquietud por las palabras, la influencia de Castelao o Cunqueiro en su obra, su relación con Galicia, donde nació, y de un libro que hay gente que ya lleva tatuado en la piel.
Al director de cine, podcaster, escritor y mil cosas más, Rodrigo Cortés, lo vemos tal y como es. O, al menos, como se presenta. Se queja de que el café no es como lo había pedido. Pero no importa. “Si me lo han servido así, por algo será”, dice antes de sorber el primer trago. Con amabilidad infinita e ingenio inagotable, atiende a la que será la última de una extensa lista de entrevistas. La última del día, porque la promoción de ‘Verbolario’ no se detiene como los peregrinos en Compostela. Admite que está cansado. No es para menos. Antes de Santiago vino Vigo, donde el resplandor de las luces le obligó a salir a la calle “con gafas de soldador”. Pero está satisfecho y feliz por la acogida, lo que le ayuda a, con paciencia y una sonrisa, encarar la última tanda de respuestas del día.
Me piden en primer lugar que te pregunte que cómo estás. Hay gente con miedo a que te lo pregunten poco.
¡Es cierto que hace mucho que no me lo preguntan! (Risas) No sé qué significa eso. Pero estoy bien. O, como dicen los clásicos, “bien sin entrar en detalles”. En general, no de forma consciente pero sí profesional, rehuyo la euforia, pero también la depresión. Mi estado suele ser de calma o alerta.
Pero ahora de gira, después de haber visitado ya media España, ¿cómo te va con las presentaciones? ¿Qué te estás encontrando entre los lectores?
Van muy muy bien. Estoy muy contento porque la reacción excede la lógica. Si ves las listas de libros más vendidos, generalmente hay un thriller que se lee solo, la historia de una mujer en el 36 que se enamora de un Guardia Civil y con una nieta que descubre sus cartas de amor, libros de autoayuda… Es difícil que ahí se cuele un diccionario. En realidad es un trabajo puramente literario, muy poético en cierto sentido, espero que divertido, que elude la solemnidad y la gravedad, y que parece estar fuera de lugar. De modo que la reacción ha sido tan entusiasta que uno solo puede estarse quieto para no romperlo. Cuando algo va bien lo mejor es dejarlo estar.
Y lo que encuentras es que las palabras y sus definiciones rebotan en los lectores de forma distinta y les proponen sus propios viajes. ‘Verbolario’ no cierra casi nada, sino que genera cortocircuitos para que sea el lector el que tenga que dar una vuelta a la manzana antes de recuperar su curso, por lo que complace mucho ver que la brujería está funcionando.
Eres salmantino, pero naciste en Galicia por imposición de tu madre.
Por mandato, más que imposición.
Pero en tu sentido del humor, en tus textos, en tu forma de ver las cosas…se te reconoce la parte gallega, ¿no? Tienes más de Cunqueiro o Castelao que de Delibes.
Estoy de acuerdo. Cuando me preguntan que de dónde soy siempre digo que de Salamanca; si me preguntan qué soy respondo que gallego. Tengo la doble nacionalidad. Soy un gallego de Salamanca.
Lo mío no fue un nacimiento accidental. No tenía unos padres viajeros que les tocó dar a luz allí. Vivían en Madrid y mi madre decidió que ser de Madrid era ser de ninguna parte, de modo que se fue a su aldea, Pazos Hermos, en Ourense. Solo para dar a luz. De forma que en mi DNI pone que soy de Pazos Hermos pero por mandato lunar. Eso está en mi sangre.
Me dí cuenta por primera vez, aún siendo algo que mamas de muchas formas, en una clase de lengua, con un profesor que ante uno de los textos que había escrito dijo que “destacaba mi mala leche lúcida”. Enseguida caí en la cuenta de que esa era la definición de la retranca, que me es muy natural. Y es verdad que si piensas en ‘Los años extraordinarios’ los ecos de Cunqueiro, o de Castelao, o Wenceslao Fernández Flórez son más rastreables que otros. Aunque también hay esa parte castellana, sin duda. Pero, no sé por qué, hay una prosa exquisita que es puramente gallega y que accede a la magia desde una naturalidad que se anticipa varios años al realismo mágico.
Jaime o Zamora solo podrían existir en Galicia.
Sí, es así. Y sin embargo, como se dice en el libro, “Galicia es lejos”. Que no está. Es.
¿Y fue con ese profesor de lengua que descubriste el poder de las palabras? ¿Cuándo comenzaron a interesarte o cuándo empezaste a jugar con ellas?
Desde siempre. No empieza un día que te deslumbra una luz y te tira del caballo camino de Damasco. Pero desde pequeño me mostraba sensible a las palabras. Las retorcía con naturalidad, las estiraba, las encogía, buscaba formas de generar significados divertidos o usarlas de forma inesperada. Tenía acceso casi instintivo a su etimología. No si eran griegas o latinas, pero si que si me decían “pordiosero” yo sabía identificar, como si la viese subrayada en fosforito, que venía de “Por Dios”, y podía ver a un mendigo pidiendo por Dios. Y entendía mejor el término.
Pero también cómo usarlas y cuándo usarlas, en qué momento podían ser más hirientes o acertadas.
Está claro. Pero no sabes por qué es eso. Lo hacía igual que otro juega bien con la pelota. Siempre me mostré sensible a las palabras, a su musicalidad, a su ritmo interno, incluso a su cualidad percutiva. Y las usaba siempre: en clase, con mis amigos… Me echaban en clase con frecuencia por hablar de más o contestar de forma inconveniente.
¿Y no puede ser que influyese también el acceder antes de lo que correspondía a libros que no encajaban con la edad que tenías en el momento en el que los leíste?
Puede. Pero sin esa sensibilidad previa no accedes a esos libros porque no te interesan. Es verdad que te facilita la vida tener una biblioteca tan nutrida como tenían mis padres, de la que yo extraía volúmenes de forma muy poco sistemática. Si leí ‘La Metamorfosis’ con nueve años no fue por la hondura del análisis humano de Kafka, sino porque un señor se despertaba convertido en escarabajo. Eso para mí era lo más, la película de serie B perfecta. Pero también sacaba de la biblioteca del colegio los libros de la colección ‘Barco de Vapor’, ‘El pirata Garrapata’, ‘Asterix’ o ‘Mafalda’.
Cuando hablas de tus influencias en el cine citas a Scorsese, a Spielberg, a Kubrick…Pero, ¿y en literatura? ¿En quién se inspira el Rodrigo escritor?
Son muchos. Ya has mencionado algunas plumas fundamentales. Cunqueiro es fundamental. Pero en mi adolescencia leí sin parar a Stephen King, que ha ido ganando prestigio con el tiempo. Tal vez porque los que lo defendíamos con 14 años ahora somos los que escribimos (risas). Pero podía leer a Verne, o tener una época en la que leía a Tom Wolff…lecturas muy poco sistemáticas pero muy omnívoras.
Y entre esas lecturas no está ‘Cien años de soledad’. Y sin embargo ‘Los años extraordinarios’ tiene mucho de eso. O de Borges, o de Galeano…¿te viene entonces de esa faceta gallega?
Yo supongo que sí. García Márquez, a quien confieso que no he leído y se ha convertido en una de mis grandes lagunas, decía que el realismo mágico lo inventó Cunqueiro. Pero ‘Cien años de soledad’ es una obra tan influyente, tan determinante en la literatura universal, aunque no la hayas leído seguro que te llega filtrada por otras digestiones. Imagino que habrá sido así. Supongo que el día que la lea, aunque ya no sé si debería hacerlo, detectaré rastros que me han llegado de otras maneras.
Pero hay otra parte personal, que es mi manera de ver las cosas, de forma muy natural e intuitiva, que no sé si tiene que ver con esa sangre gallega, pero con la que aterrizo mucho la magia y la encuentro en los términos más pedestres. Es por eso que en ‘Los años extraordinarios’ si alguien levita lo hará unos cinco centímetros y no más. O si los coches que se mueven con el pensamiento fuera de Alemania no funcionarán tan bien, porque a la gente le costará más pensar. Es esa forma de acceder a lo mágico desde lo tangible y dotándolo de sus propias reglas.
“Una vez estropeé un palo”. Leer eso desanima a cualquiera que quiera lanzarse a escribir. Es imbatible. Y ‘Verbolario’ está lleno de eso.
(Risas) Sí lo está. No recordaba esa frase. ‘Verbolario’ hace eso: te detiene. Provoca un tropezón en el escalón y durante dos segundos el flujo de pensamiento se para, porque ahí no vale el programa habitual. Y entonces comienza a llenarse de significados que no son completamente intelectuales ni racionales. Si tú piensas en cómo se estropea un palo tu cabeza empieza a flotar en una docena de direcciones distintas. Pero si la declaración es unívoca y cerrada en sí misma se acabó. Es autocontenida y se apaga. Y me interesa mucho eso.
‘Verbolario’ es en cierta manera una vuelta a los orígenes, a ‘A las tres son las dos’ y ‘Dormir es de patos’, a esas sentencias o microcuentos de dos líneas. ¿Es donde más cómodo te sientes a la hora de escribir, en la improvisación y lo fugaz? Porque la historia de Jaime Fanjul también era eso, lo que saliese, aunque luego pasase por un filtro.
En realidad hay mucha elaboración. Pero hay también una tendencia natural a la condensación y a tratar de partir de información compleja, y lejos de desarrollarla en páginas y páginas, tratar de codificarla y comprimirla, en un puñado de palabras resonantes. Casi al modo de la poesía. De modo que cuando ingieres esa píldora se descomprime en tu boca y recupera esos aromas y esas resonancias previamente codificadas. Eso me interesa mucho.
Eso es sucedía en estos libros, que yo nunca diría de sentencias, sino más bien de antiaforismos, o pedradas, o delirios, porque eluden la inventiva, y eluden la recomendación, y el ejemplo, y el determinismo, y la solemnidad. Esa es la razón por la que en una novela como ‘Los años extraordinarios’, de algún modo, cada frase alberga un posible párrafo, cada párrafo un posible capítulo, y cada capítulo una posible novela.
Has hablado muchas veces del proceso para crear las definiciones y de cómo las dejas macerando. Pero, ¿cómo llega ese click? ¿Cuándo sabes que ya está para salir? ¿Qué tiene que tener para que la consideres redonda?
Cuando te lo parece, pero sobre todo cuando te lo parece el suficiente número de veces a lo largo del tiempo. Esa es la diferencia entre algo que te parece gracioso a las 8 de la mañana y a las 8 de la tarde ya no te parece tan gracioso y aquello que relees pasada una semana y sigues creyendo que está bien, y pasadas dos semanas también.
Por eso en ese vivero de 70-80 palabras que mantengo siempre para elegir siete semanales para enviar al diario las palabras están en distinto nivel de desarrollo. Algunas están completamente acabadas, sin duda, pero otras buscan su música. Sé el juego que propongo, si busco la paradoja, o la sonoridad, o la explicación inesperada, pero aún puedo ver las costuras, la estructura, y tengo que conseguir limarlas y que se disuelva para que la prosa resulte contundente e inevitable. Y otras, probablemente ya están acabadas, pero quiero que suceda eso, asegurarme de que mis ojos se posan sobre ellas sin corregirlas y sin tratar de mejorarlas. Cuando eso sucede significa que han pasado todos los controles de calidad y que las siete que envío están en buen estado de forma.
¿Y cómo influyen, si lo hacen, los Todopoderosos en tu escritura? ¿Te han cambiado de alguna manera como creador?
De forma consciente no. No hay una influencia directa por técnicas. Pero me influyen tanto en mi vida que seguro que todo es distinto. Porque mis conversaciones con estos anormales son de mis experiencias profesionales más satisfactorias. Son momentos puramente gozosos, en los que el buen rollo que percibes como oyente es real, y en el que se producen entre pulla y pulla constantes lecciones de generosidad. Cuando uno percibe que el otro está preparando el chiste, en vez de pisarlo le coloca la pelota para que remate, o se hace el tonto para que pueda explicar algo y al tiempo se lo cuente al espectador. Todo eso es muy poco común.
La definición de ‘Tertulia’ en ‘Verbolario’ es: “Forma de conversación para la que la sordera supone una ventaja”. Y eso es lo habitual. El formato no tiene nada de novedoso: cuatro tíos; cuatro micrófonos. Eso es viejísmo. Pero es habitual el codazo, el esperar a que el otro hable para decir algo…todo eso es lo que no pasa en ‘Todopoderosos’.
¿Y Twitter? Porque parece que algunas veces lo tomas como un banco de pruebas…
No, más bien era un lugar en el que podía practicar según qué cosas, porque se ajustaba muy bien a mi manera de jugar. Hemos hablado de compresión de información compleja en partículas breves pero resonantes, y en el fondo la limitación es siempre un gran estímulo. Si te dicen de hacer lo que quieras nunca sabes qué hacer. Una vez le dijeron a Berlanga si iba a volver a hacer una gran película. Y dijo: “Sin censura no creo”. Porque la censura te obliga al pensamiento lateral, a buscar las vueltas…
¿Y los 140 caracteres funcionaban así?
Eran limitadores. Por lo tanto estimulantes. Había que tratar de hacer algo con esas reglas. Como si te dicen de no usar la letra ‘E’, que tu cerebro empieza a funcionar en el acto. Por eso me sentía cómodo en ese laboratorio literario, que con el tiempo fue dando lugar a ‘A las tres son las dos’ y ‘Dormir es de patos’. Ahora ya no lo uso tanto así, entre otras cosas porque para eso está ‘Verbolario’, donde vuelco eso…pero ahora a cambio de remuneración (risas). Ahora uso Twitter para hacer anuncios, pero no para decir quién tiene la razón o para quitarsela a alguien.
El libro en sí mismo es un primor. ¿Tendría sentido hacer ‘Verbolario’ si no fuese en formato físico? Porque es la fisicidad la que parece que dota de sentido a un libro así. Y ocurre lo mismo con el ABC.
Sí, estoy contigo. Existe la versión digital, y me van a matar los del digital, pero espero que no se venda mucho. Lo espero honestamente. ‘Verbolario’ no solo es un homenaje a la palabra, sino que también lo es al propio libro como objeto, como trofeo. Recuerdo que cuando hablé con el editor, después de recibir durante años el ofrecimiento para convertir ‘Verbolario’ en libro, puse dos condiciones.
La primera era esperar a tener un corpus suficientemente robusto, no lanzar algo gracioso e ingenioso de 600 definiciones. Cuando el proyecto llegó a las 2.500 definiciones creí que era un buen momento. Y en segundo lugar, este tenía que ser un libro especial. Un libro mimado, que recordase a los viejos diccionarios escolares. Un libro de antes, por decirlo así. Con tapa dura, encuadernación holandesa, lomo de tela, es impresión en el lomo por calor, o el golpe seco en la portada que hace que uno pueda verlo también con las manos, la impresión a doble tinta que casi recuerda a un misal, el cordoncito de las antiguas biblias… Eso lo convierte en algo que una lectora definió, de forma inmejorable y de la que me apropié, como una “caja de música”. De forma que lo abres y escuchas cómo empieza a sonar.
Hay quien lleva ‘Verbolario’ en la piel. ¿Es lo más raro que te ha pasado en una presentación?
Si no lo que más está en el TOP-3, con absoluta seguridad. Lo primero que me salió fue preguntarle si era tatuaje o calcomanía. Y yo le dije: “¿Pero tú comprendes que en siete años no vas a ser la misma persona?”. Es lo que piensas de los tatuajes, que el que se lo hace no es el que lo va a llevar 30 años después. Son seres humanos distintos. Pero a ella se la veía segura. Provisionalmente segura, al menos.
Sospecho que no tienes tatuajes.
No, no los tengo. Pero es una reflexión que ya tenía con 16 años. Haz lo que quieras, pero nada que no puedes deshacer. Yo llevé pendientes, y coleta, y trenzas… Pero todos fueron errores rectificables (risas).
El libro está también lleno de ilustraciones. Háblame de ellas: ¿quién es Raúl Lázaro y cómo las introduces en el libro? ¿Tenías capacidad de decisión sobre ellas?
He tenido una intervención directa en todo el diseño desde el principio. Eso no significa que lo haya hecho todo. Este libro solo es posible porque hay un montón de gente poniendo mucho más amor de lo que corresponde. Tienes a la diseñadora, que es Nora Grosse, que hace una primera propuesta que es maravillosa. Hablas de todos los aspectos, y una de las cosas que pedí es que tuviese grabados decimonónicos, casi a modo de aguafuertes, muy apegados incluso a esa tradición botánica a la hora de definir criaturas que no siempre son amables.
Por ejemplo en la portada vez plantas. Pero están enjauladas, que podrían ser peligrosas. Una forma de recordar que pueden tener espinas. Raúl Lázaro lo que hizo fue tomar determinadas ilustraciones, aguafuertes y grabados, y casi al modo de Terry Gilliam empezó a animarlas y a hacerlas contemporáneas, y a enredar con ellas. Y el resultado llega mucho más lejos que en mis mejores sueños.
Ayer descubrí que ‘Verbolario’ también puede ofender. ¿Calibrabas que podía haber definiciones para ofendiditos? ¿Cómo los manejas, si es que los manejas?
Cuéntame tu ejemplo.
Fue con la definición de ‘Bisexualidad’.
A ver. (Busca en el libro) “Bisexualidad, f. Indecisión afectiva”. Muy bien. ¿Sabes qué pasa? Que tiene gracia.
Luego lees “Walkie-talkie, m. Regalo inquietante para el hijo único” y lo entiendes mejor.
Cuando dices “Indecisión afectiva” lleva a un viaje cerebral, que es justo lo que buscas. Hay definiciones que son excluyentes entre sí, o contradictorias entre sí. No es un catálogo de verdades personales. Buscas viajes. Y conviene aclarar que no es el María Moliner, sino que es un diccionario satírico. Y la sátira funciona así, no por literalidad y tampoco por opinión.
Pero ocurre dos cosas con la ofensa. Que no hay forma de controlar quién ofende a quién o qué te ofende a ti. Y que hay que aceptar que, en el mismo instante en el que te levantas por la mañana, ya defraudas a alguien. Partimos de eso. Mi experiencia general es que puedes decir lo que quieras siempre que no hables de profesiones o del pueblo de alguien.
A los periodistas nos hace gracia la definición que haces de nosotros.
Estáis más acostumbrados a recibir, como los políticos.
En ‘Verbolario’ admites que no sabes nada de vino. ¿Qué se le da mal a Rodrigo Cortés? ¿A qué podemos asirnos los mortales?
No sé bailar. El truco para que parezca que haces muchas cosas bien es no hacer en público las cosas que haces mal. Así, las cosas que sí me ves hacer, ves que las hago más o menos bien.
¿Regalarás algún día ‘El diccionario del diablo’ que te regaló Isabel?
¿A alguien? ¡De ninguna manera! Ella cometió un error que yo no cometeré. Yo sí sé lo que tengo entre manos. Tal vez en mi lecho de muerte, podría decirle a mi hijo: “Este libro lleva conmigo 40 años. Te lo vendo”.
Te lo preguntarán en cada presentación, pero es obligatorio: ¿Qué definición tendría Galicia en ‘Verbolario’?
¡Pero yo no soy Moncho Borrajo! No puedo coger tres palabras y hacer un bolero. No vale, no funciona así. Me voy a casa, me siento, hay pico y pala, una primera intuición, trabajas el destello, le das forma…y después de cuatro semanas en barbecho apruebas la palabra y la lanzas. Hacerlo de otra forma sería un espectáculo circense que contradiría toda la entrevista.
Por otro lado, la definición de ‘Verbolario’ de ‘Titular’ es “Resumen de una entrevista que la entrevista desmiente”.
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