“Rose”: cuando los herederos de las víctimas se convierten en victimarios
Martin Sherman plantea la terrible paradoja que cómo el nieto de una mujer judía que sobrevivió al holocausto puede convertirse a su vez en partícipe de un genocidio
No habría habido mejor momento para traer a un escenario el monólogo del autor estadounidense Martín Sherman que este mismo en que vivimos cuando el mundo contempla horrorizado cómo los descendientes del terrible genocidio nazi son capaces de ejecutar un nuevo genocidio, en este caso sobre el pueblo palestino. Es decir, cuando asistimos a la transformación de los hijos y nietos de las antiguas víctimas en nuevos y feroces victimarios. Planteó esta terrible paradoja hace más de veinte años Martín Sherman que no es precisamente un resentido antisemita, sino él mismo hijo de una familia judía de origen ruso. Buen conocedor, por tanto, del triste sino vivido por su propia gente pero, a la vez, consciente de hasta qué punto pueden cambiar las tornas. El resultado de esta toma de conciencia fue un monólogo titulado “Rose” que Daniel Anglès ha traducido al catalán y que protagoniza bajo su dirección Carme Sansa en la Villarroel.
Rose es un personaje imaginado, pero que pudo ser muy real. Un mujer judía nacida en aquellas regiones de Centroeuropa que fueron sucesivamente austro-húngaras, rusas, polacas y finalmente ucranianas y a quien la segunda guerra mundial confinó en el temible gueto de Varsovia en el que presenció como los nazis asesinaban a una niña de su familia. El azar quiso que salvara la vida y pudo continuarla con la paz, temporalmente en Israel y finalmente en Estados Unidos. Quien sí se estableció en el nuevo estado hebreo fue su único hijo, casado con una norteamericana conversa, que le dio tres nietos. Una peripecia personal y familiar como tantas otras, que Sherman desgrana por boca de la protagonista para llevarle al final a la terrible contradicción de ver cómo sus descendentes se convierten a su vez en implacables perseguidores de árabes y uno de sus ellos en consciente y feliz ejecutor de una niña de la misma edad que la de su sangre. Rose no puede evitar llorar desconsoladamente por la muerte de esta última tanto como lo hizo por la otra y, sobre todo, hacerlo también por la decepción de constatar que en el propio nieto que engendró anida el mismo odio contra “los otros” -en este caso diferentes a los de entonces- que ella vivió durante su juventud.
La elección de Carme Sansa para hacer de Rose no puede ser más afortunada porque la experiencia de la veterana actriz convierte este reto, nada fácil, en una actuación brillantísima. Hacer de Rose no solo implica asumir el riesgo y el esfuerzo que supone todo monólogo, sino que en este caso hay un factor añadido y es que Anglès ha situado a Sansa sentada en un banco, del que no se mueve en los noventa minutos de la función. Quiere ello decir que la actriz ha de desarrollar su interpretación con las únicas herramientas de los gestos de su rostro, del movimiento de sus brazos y de sus manos y, por supuesto, de la entonación de sus palabras. Toda una lección que deja al público boquiabierto.
Lo dicho, “Rose” llega en el momento más adecuado para hacernos pensar muchas cosas sobre el contradictorio y salvaje mundo que nos rodea (y que acaso subyace escondido en nuestra propia alma).
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