Nicolás Sesma propone una visión objetiva del régimen franquista en “Ni una, ni grande, ni libre”

El historiador hispano-francés es autor de un análisis documentado e imparcial sobre los cuarenta años de un régimen ciertamente personal, pero basado en una coalición de intereses no siempre coincidentes y un cuerpo de funcionarios solvente

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Ni una, ni grande, ni libre
El franquismo se ha convertido en un período de tan extraordinario interés historiográfico que ha despertado el interés de toda suerte de investigadores. No es, por tanto, extraño, registrar la sucesiva aparición de novedades de desigual valor porqu

 

El franquismo se ha convertido en un período de tan extraordinario interés historiográfico que ha despertado el interés de toda suerte de investigadores. No es, por tanto, extraño, registrar la sucesiva aparición de novedades de desigual valor porque con frecuencia no suponen más que la repetición de datos conocidos. A la espera de la apertura de archivos que todavía permanecen cerrados la pregunta es ¿se puede escribir algo nuevo sobre aquella etapa de la historia española? Nicolás Selma demuestra en “Ni una, ni grande, ni libre” (Crítica) que sí. Quizá no tanto porque aporte excesivas novedades, que algunas hay, cuanto por haber descrito aquellas cuatro décadas con una visión no por crítica -que lo es- menos desapasionada.

Estamos sobre todo ante un análisis sobre la forma en que Franco ejerció su magistratura, cuestión sobre la que no siempre se ha escrito con tino. Tras recordar su “increíble fortuna con las muertes providenciales” (Sanjurjo, Mola, Bautista Sánchez), considera que fue un juego favorable de la suerte lo ocurrido durante la segunda guerra mundial porque “lejos de una neutralidad difundida a capa y espada, Franco y la dictadura llamaron insistentemente a las puertas de la beligerancia” y “el desencanto franquista ante el escaso interés mostrado por su admirado III Reich fue muy profundo”; desinterés que en todo caso fue su salvación. Aunque para Selma “muy probablemente fue en 1943 y no 1945 el mayor riesgo para la continuidad de Franco en el poder”. Pero entonces el caudillo y sus colaboradores “no se dejaron llevar por el pánico y fueron capaces de analizar fríamente sus opciones”. De este modo “aunque las enormes imprudencias en el alineamiento exterior todavía debían pagarse, varías de las decisiones tomadas en el ámbito interno se estaban revelando acertadas” y ello fue debido a que “como siempre a lo largo de su carrera Franco demostró su capacidad para hacer una lectura de los escenarios que le venían impuestos tanto por las circunstancias como por sus propios errores iniciales”.

Dedica especial atención al giro en la política internacional que alineó a la España franquista junto a Estados Unidos a costa de peligrosos servidumbres (bases militares) y revela que en dicha apertura el régimen utilizó con habilidad también la emergencia de nuevos estilos artísticos.

Pone de relieve la importancia de las primeras promociones de economistas de la nueva Facultad de Ciencias Políticas y Económicas, algunos de ellos falangistas, decepcionados por la falta de adopción de una verdadera política fiscal en el contexto de una situación en la que “la corrupción y el tráfico de influencias eran rasgo intrínsecos de la naturaleza del régimen y a la praxis de su clase dirigente”

Recuerda que la aparición de un incipiente feminismo a cargo de la falangista Mercedes Formica y que en 1961 y 1966 se adoptaron las primeras leyes de derechos de la mujer avalados por la SF; así como valora la firme apuesta por la energía atómica, que pudo convertir el país, merced a la gestión de Otero de Navascués, en potencia nuclear. Pero también cree que la fórmula «Spain is different»  “se multiplicó en campañas y carteles hasta hacerse indisociable de la imagen del país: indisociable incluso en lo que constituye una de las más nefastas persistencias identitarias de la dictadura para la propia población española, que encontraba y encuentra en ella motivos de orgullo o de vergüenza según su concreta adscripción ideológica”.

Revela el fracasado intento de Arrese de “empaquetar” al ascendente Carrero hacia alguna embajada, cree que la actitud antibritánica de Serrano Súñer tuvo su origen en la falta de implicación de dicho país en la salvación de sus hermanos durante la guerra, critica la cobardía de Fernández Cuesta que, siendo embajador en Roma, puso pies en polvorosa en 1943 tras la defenestración de Mussolini; recuerda el origen falangista de Castiella, Ruiz Giménez, Fraga y López Rodó (quien reconoció haberlo sido desde los 15 años) y curiosamente elogia a Arburúa e incluso al hoy denostado gobernador barcelonés Acedo Colunga (que  “hizo gala de un notable pragmatismo en su aproximación a la sociedad civil catalana”)

En resumidas cuentas, “aunque sea muy tentador pensar que el régimen estaba representado por incompetentes burócratas y toscos falangistas, en una suerte de versión crítica de la «banalidad del mal», puede asimismo constatarse que Franco y sus colaboradores seleccionaban con esmero a quienes encarnaban su imagen en el exterior y entre ellos se contaban figuras destacadas de la burguesía industrial y financiera catalana cuya actitud, máxime teniendo en cuenta en el momento en el que se producía su participación, iba mucho más allá de una mera aceptación pasiva de la dictadura”. 

Y es que “nadie gobierna solo. Y todavía menos durante casi cuarenta años… ningún dictador es capaz de atender en solitario a las innumerables facetas de la realidad que comporta la gestión de un Estado moderno” por lo que de hecho Franco gobernó colegiadamente desde 1938 con un consejo de ministros (el mismo año en que Hitler dejó de convocar el suyo), tuvo sucesivos validos (su hermano Nicolás, su concuñado Serrano Súñer y el más duradero, Carrero Blanco, aunque no cita a Arrese, que de alguna manera lo fue entre 1942 y 1945) y si bien ejerció el poder de manera muy personalista a partir del desmoronamiento de la Italia fascista “fue consciente de lo cerca que había estado del abismo y aprendió la lección… Y la aprendió para siempre. Desde entonces y hasta el final de sus días estuvo mucho más dispuesto a escuchar a su cuerpo diplomático, a sus generales y asesores militares y a sus ministros, cuyas propuestas sobre las más variadas cuestiones venían prefiguradas por una administración compuesta de técnicos y expertos cada vez más profesionalizada”. Y es que si “nunca mostró demasiado interés en disponer de su propia biblioteca privada” sí al menos se dejó aconsejar y a seguir incluso recomendaciones que iban en contra de su pensamiento.

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