Guinea ecuatorial, colonia que tuvo España de casualidad
El autor critica la supervivencia subliminal del antiguo derecho colonial el negar a los originarios de Guinea y Sáhara su nacionalidad española de origen
La historia de la presencia colonial de España en el continente africano es poco conocida y no suscita demasiado interés de los expertos, por lo que es muy de agradecer que haya quien, como Antonio M. Carrasco, haya dedicado su tiempo a documentarse exhaustivamente para poder explicar en qué forma llegó nuestro país a establecerse en algunas zonas concretas. Por ejemplo, en el golfo de Guinea, sobre una serie de islas y zona continental que con el tiempo han llegado a constituir un Estado denominado República de Guinea Ecuatorial.
El caso es que, como Carrasco explica en “Guinea Ecuatorial. Historia de la colonización española “ (Almuzara) España inició su presencia colonial de forma accidental como consecuencia del tratado de El Pardo de 1778, que confirmó y consolidó el de San Ildefonso del año anterior, con el que se resolvía un diferendo habido con Portugal en las Indias y recibió, como compensación por Colonia del Sacramento y Santa Catalina, dos islas en África: Fernando Poo y Annobón, así como un teórico derecho a las zonas continentales aledañas, territorios todos ellos que Portugal nunca había ocupado realmente. De ahí que cuando se decidió tomar posesión, la operación se realizara desde el Río de la Plata, pensando en su utilidad en el comercio negrero o como escala en las navegaciones a Filipinas. La expedición del conde de Argelejo fue un fracaso por lo que “España adquirió unos territorios lejanos, ignotos, que no necesitaba, no conocía y no le servían ni económica, ni estratégicamente”.
Todo quedó en el aire hasta la expedición de Lerena en 1843 que permitió dejar un gobernador en Fernando Poo -por cierto, inglés-, visitar Annobón y hacerse, gracias a sus negociaciones con los notables locales, con la soberanía de Corisco, las dos Elobeyes, así como, con el tiempo, un punto en la cercana costa continental situado en el cabo San Juan. Hubo luego otras varias expediciones, entre ellas la de Manuel Iradier al que Carrasco conceptúa como “explorador de escasos recurso y muchos sueños”.
Estos fueron los mimbres que hubo cuando, una vez celebrado en 1884-1885 el congreso de Berlín “donde sólo se admitió la ocupación soberana como modo de adquirir territorios”, España tuvo que cumplir con dicho requisito y concordar con las potencias vecinas los límites fronterizos de sus respectivas zonas, puesto que en el continente y en el área a la que aspiraba ya se habían establecido Alemania en Camerún y Francia en Gabón. El problema fue con esta última y el embajador español León y Castillo se vio obligado a negociar con París el tratado de 1900 con el que “España no obtuvo todo el territorio que le correspondía en base a derechos antiguos, no ejercitados nunca habría que añadir, y Francia no otorgó los que España no tuviera un derecho anterior, es decir, que se limitó a reconocer esto”. A continuación hubo que determinar los límites, establecidos no de acuerdo con la geografía, sino con paralelos y meridianos y por tanto muy difíciles de fijar (expedición Jover) y luego ocupar, a su vez, el Muni, en cuyo interior nunca habíamos estado, siguiendo para ello una política de “penetración pacífica” mediante la firma de acuerdo con las tribus, proceso que no estuvo exento de incidentes y resistencias.
Habida cuenta la formación jurídica del autor resultan particularmente significativas las consideraciones que hace sobre ciertos puntos: el valor y la doctrina que sentaron los acuerdos contenidos en las actas finales del congreso de Berlín; la anómala condición jurídica de la presencia española en el golfo de Guinea (al principio “posesiones”, luego “territorios” y finalmente “provincias”), su dependencia inicial de la América española y luego del presupuesto de Cuba, antes de pasar a la Administración central; la laberíntica regulación de la administración colonial, con la promulgación de sucesivos Estatutos hasta el Real Decreto de 1904 que considera estuvo en buena medida vigente hasta la provincialización de 1958; y la enrevesada distinción jurídica de los habitantes, entre los que había nacionales y súbditos, en ambos casos españoles, pero estos últimos con una condición jurídica personal capitidisminuida. “Las dos grandes instituciones coloniales -dice el autor- fueron el Reglamento de Tierras y el Estatuto Indígena” que consideraba al africano “como inferior, sin civilizar y justificaba la intervención europea”. Algo que sólo se superó muy al final con la provincialización que igualó a todos… relativamente porque, como se ha podido comprobar en nuestros días tras la descolonización, “esta doctrina tan colonial, tan superada por el derecho actual, ha sido sin embargo aceptada en recientes sentencias y resoluciones que impiden el acceso a la ciudadanía española de origen de antiguos de Guinea o del Sáhara”.
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