María Asunción Mateo pasa revista a “Mi vida con Alberti”

“Altair” (María Asunción Mateo) fue la mujer con la que Rafael Alberti vivió los últimos años de su vida y cuyo matrimonio suscitó no pocas suspicacias que ella recuerda en este libro de memorias

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Mi vida con Alberti

 

Mi vida con Alberti

“Rafael, me has dejado demasiado sola con demasiados recuerdos, con demasiados días y noches compartidos, con demasiado amor todavía en mi interior para ofrecerte y poder enfrentarme a la vida sin ti. Se que nunca hubieras imaginado que nuestra separación definitiva iba a resultarme tan dura, tanto que siento pudor de estos se lea”. Así se expresa María Asunción Mateo en una de las páginas de “Mi vida con Alberti. Para algo llegaste, Altair” (Berenice) un libro en el que la última mujer con la que compartió su vida el poeta gaditano recuerda la convivencia que mantuvieron, llena de momentos de satisfacción, aunque no por ello exenta de sinsabores. Que no en la relación de pareja, sino por culpa del entorno que rodeaba al ilustre autor. 

 

En efecto, Mateo recuerda que “era evidente que mi llegada a la vida de Alberti fue similar a la de una bomba de relojería encubierta de forzado disimulo, un artefacto que podía estallar si no se desactivaba a tiempo y no se ponía remedio. Suponía un peligro para su entorno, era una advenediza, probablemente sin escrúpulos, como las desinhibidas musas amigas que ellos sentaban muy cerca de Rafael en alguna cena de vates, disfrutando sonrientes al unísono al comprobar cómo todavía se le alegraban los ojos con la compañía femenina”. En este orden de cosas, el libro que nos ocupa constituye un ajuste de cuentas con personas de los círculos próximos a Alberti que ejercían influencia sobre él. 

 

“Por lo que estoy descubriendo en cantidad de documentos, conversaciones, declaraciones de sus conocidos en prensa y demás, parece ser que Rafael siempre estuvo mediatizado por alguien o algunos que lo separaban de una persona o grupo concreto en u continuo dese de apropiarse de él, de su amistad, de su prestigio”. Un hecho que califica como el “mal de Alberti”, es decir “el secuestro continuado de su cuerpo y alma (que) parecía imparable con cada ente nuevo que su cruzaba en su ajetreada vida” lo que permite colegir una cierta incapacidad del poeta para resistir influencias ajenas, del mismo modo que María Asunción pone de relieve su carencia de orden y su dejación de funciones, a veces contractuales o económicas, en personas que no siempre merecieron su confianza. 

 

Y aunque en muchos casos cita personajes sin expresar su nombre (el que abría y cerraba ventanas, el secretario del Alberti o la novia catalana “que se apropió de la casa de Alberti en Roma”), en otras no duda en hacerlo, como cuando se refiere al poeta Benjamín Prado Rodríguez. Son los “viudos eméritos” de la literatura española, (aquellos) “una de cuyas debilidades y dedicaciones es denigrar e intentar suplantar y hacer la vida imposible a las pocas viudas de hombres célebres que van quedando”. 

 

Y es que con 42 años de diferencia “lo cierto es que cuando llegué a su vida me convertí en una valiosa pieza indispensable en el gran puzle de su historia. Y tuve que pagar los platos rotos de enfrentamientos anteriores de cualquier clase -familiares, amorosos, políticos, literarios…- con los que no tenía absolutamente nada que ver y en algunos porque aún no había nacido”.

 

Pero trapos sucios aparte, las memorias de la profesora valenciana son también un interesante relato de cómo conoció al poeta, de la forma en unos contactos casuales y esporádicos se transformaron en una relación permanente y al final -tras el fallecimiento de María Teresa León, su anterior esposa- en un matrimonio que, por lo que relata, estuvo pletórico de satisfacciones entre ambos cónyuges. 

 

Tal intimidad le permitió conocer a fondo la personalidad de su pareja. “El talante de Rafael -dice- podía oscilar entre la impaciencia si había un viaje pendiente o algo urgente por solucionar que le preocupara y una serenidad admirable si escribía o se sentía libre de compromisos, pero sobre todo cuando dibujaba con gesto complaciente, ensimismado, con la misma dedicación, entrega y delicadeza de un orfebre de miniaturas o de un monje medieval”. Y revela aspectos íntimos como el de que “Rafael no era ateo”, lo que no excluyó que en su obra poética criticara a la Iglesia por su apoyo a Franco;o recuerda su admiración que la reina Sofía, a la que dedicó un poema.

 

Mateo, a quien Alberti bautizó con el alias de Altair, concluye confesando: “Rafael, si algo puede atemperar mi dolor por haberte perdido es la satisfacción personal que supone no haber renunciado a consolidar nuestro amor, haber perseverado, mantenido firme, frente a todos los obstáculos que se presentaban, haber dejado atrás los prejuicios, los comentarios, desentenderme de lo establecido, de lo conveniente, de lo razonable y haberme entregado a ti para siempre con el fervor que lo hice”.

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