Stefan Zweig invita a descubrir el lenguaje de las manos en “24 horas en la vida de una mujer”

Un relato corto del famoso literato vienés en el que debela la ludopatía e invita a descubrir la expresividad que revelan las manos de los seres humanos

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Foto: CanvaPro, Ediciones Invisibles

 

Junto a respetables volúmenes de más de 500 páginas -ahora mismo tengo un biografía que trata de reivindicar al rey felón y que ha despertado, por lo inusitado de su planteamiento, mi atención, pero que me requiere tiempo para leerla- hay libros menores de tamaño, lo que no quiere decir menos importantes. A tales textos trata de dar cabida la colección “Pequeños placeres” de Ediciones Invisibles con obras editadas en octavo que difícilmente rebasan el centenar de páginas. Como ocurre con “Veinticuatro horas en la vida de una mujer” de Stefan Zweig.

El fecundo escritor vienés, autor de numerosas obras -muchas de ellas atinadas biografías de personajes ilustres-, así como de traducciones y teatro, viajero impenitente, profundo defensor de la cultura europea y antibelicista beligerante, que tuvo un trágico y voluntario final en 1942, nos dejó también un breve texto en el que imagina la confesión de una viuda relativamente joven atraída por el descubrimiento de un joven de buena planta pero jugador compulsivo, cuya mala suerte parece inducirle a una solución fatal. No duda en intervenir con la intención de salvarle para acabar descubriendo más tarde que sus esfuerzos han resultado baldíos. Se trata de un inteligente y lúcido alegato en contra de la ludopatía que antaño estaba vinculada al perverso atractivo de los grandes casinos, como el de Montecarlo, pero que constituye una lacra actualísima en su infinita variedad de fórmulas hábilmente concebidas para desplumar a los incautos. Y hay también una cierta crítica, propia de aquella época de entreguerras, contra la facilidad con que algunas mujeres desprevenidas -solteras o viudas- pueden resultar seducidas por jóvenes atractivos pero andróginos, con insospechadas capacidades de atracción. 

Pero la mayor originalidad de este breve texto es el descubrimiento que Zweig hace del lenguaje de las manos que considera mucho más expresivo que el del propio rostro humano. Cuando describe al joven que despierta la atención de la protagonista lo hace precisamente a través de su extremidades: “Eran unas manos de una belleza singular, inusualmente largas, inusualmente delgadas y, sin embargo, tensas y musculosas, con las puntas de las pálidas uñas suavemente redondeadas y nacaradas. La estuve mirando el resto de la noche -desde luego, maravillada por aquellas manos extraordinarias, verdaderamente únicas- pero lo que al principio me sorprendió y alarmó fue su pasión, su expresividad locamente apasionada, la forma convulsiva en que luchaban y se apoyaban mutuamente. Aquel era un hombre desbordado, lo supe enseguida, que concentraba su pasión en la punta de los dedos para que esa pasión no lo hiciera pedazos a sí mismo”.

Un lenguaje que suele pasarnos inadvertido pero que a partir de ahora vamos a tomar muy en consideración. Es consejo de Stefan Zweig.

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