“Los pueblos de Franco”: Antonio Cazorla investiga la labor del Instituto Nacional de Colonización
Durante el franquismo se transformó en regadío alrededor de un millón de hectáreas, se crearon 300 pueblos y barriadas y se asentaron unos 40.000 colonos en una obra que tuvo sus luces y sus sombras
Una exposición sobre la arquitectura de los pueblos construidos durante el franquismo por el Instituto Nacional de Colonización y la paralela polémica sobre la toponimia de dichas entidades que en muchos casos se vinculaba al generalísimo y que la legislación sobre memoria histórica se ha propuesto borrar han despertado el interés por un aspecto de la labor política, económica y social desarrollada durante el régimen anterior que hasta hace poco había permanecido en el olvido. En torno a este fenómeno se han realizado reportajes y han aparecido algunos trabajos de investigación, uno de los cuales es el libro “Los pueblos de Franco. Mito e historia de la colonización agraria en España, 1939-1975” (Galaxia Gutenberg)
Hasta el siglo XX España fue un país eminentemente rural, caracterizado por la existencia de latifundios (en algunas regiones también de minifundios), un primitivo sistema de explotación y una población mayoritariamente campesina sometida a duras condiciones de vida, situación que dio lugar a diversas normas legales promulgadas durante las últimas décadas de la monarquía de la Restauración y, sobre todo, durante la segunda república. Recuerda la insuficiencia de la reforma agraria de esta última decepcionó a los sectores del campesinado que esperaba más y de forma inmediata y que para mayor inri sufrió el rechazo de las fuerzas conservadoras a las que parecía una medida revolucionaria y nefasta.
En todo caso, “la reforma de la tierra, la irrigación y la colonización siempre estuvieron, aunque no siempre en el mismo orden de prioridad, en la mente de los reformadores agrarios del país” dice Carmona, quien añade que “los estudios (de la república) demostraron que en el país había un gran desequilibrio en el agua disponible en las cuencas castellana y mediterránea. Esta última era deficitaria, pero también la que ofrecía un mayor potencial agrario, especialmente si se expandía la irrigación”, lo que indujo a pensar desde antiguo en un trasvase Tajo-Segura.
El nuevo Estado surgido de la guerra civil asumió la tarea de afrontar este problema desarrollando una política de colonización a lo largo y ancho del territorio peninsular, aunque con especial incidencia en las provincias de Jaén y Badajoz. Con tal fin en 1939 y recién terminada la guerra civil se creó en el seno del Ministerio de Agricultura el Instituto Nacional de Colonización que tras unos primeros años de escasa actividad empezó a actuar en la década de los 50 y sobre todo de los sesenta.
Cree Carmona que ”la transformación agraria se concibió para incrementar la producción mientras que la acción colonizadora fue siempre secundaria” y que el proyecto social y económico de la colonización supuso antes que nada “una transferencia de capital público a manos privadas, pero no a las de los más necesitados, sino a la de los más ricos”.
Su valoración de esta política es, por tanto, crítica puesto que “la verdadera colonización no fueron los pueblos que se ven y se visitan, que tienen nombre y que pueden ser muy hermosos, sino los regadíos que los rodean que pasan desapercibidos y el viajero no sabe a quien pertenecen. Esta colonización, la muy rentable, está constituida por las tierras compradas a precios manipulados o revalorizados con el dinero público que acabó privatizado; las que luego se continuaron explotando directamente o se vendieron con pingües beneficios”.
Sea como fuere, lo cierto es durante el franquismo se transformó alrededor de un millón de hectáreas, se crearon 300 pueblos y barriadas y se asentaron unos 40.000 colonos que pudieron de este modo cambiar copernicanamente sus formas de vida.
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