“Lo pijo, como todo lo aspiracional, es una cuestión de símbolos” (Raquel Peláez, “Quiero y no puedo”)
Esta “historia de los pijos de España” constituye todo un estudio sociológico sobre una de las tribus más presente en determinados sectores y cierta prensa
Polloperas, pijoapartes, gauche divine, hípsters, cayetanos y, sobre todo, pijos. Diferentes denominaciones para colectivos caracterizados por la pretensión de singularizarse del común de los mortales considerándose de alguna forma parte de una élite que les sitúa en posición preeminente y les hace objeto de atención, cuando no de envidia, del resto de la sociedad. Algo que se ha manifestado en un país como España, más fiado en las apariencias que en la realidad. La periodista ponferradina Raquel Peláez, firmemente arraigada en su tierra berciana, lo ha estudiado con detenimiento, buen humor y no escasa documentación en “Quiero y no puedo. Una historia de los pijos de España” (Blackie Books)
Si Tamara Falcó puede ser considerada en su opinión como la “pija oficial de España”, Peláez considera que su estirpe tuvo antecedentes en figura señeras que la precedieron. Y cita desde Eugenia de Montijo a los dos Alfonsos de la Restauración, XII y XIII, cuyo ejemplo tuvo de alguna forma continuidad incluso en la etapa republicana, como se colige de la lectura de la prensa rosa de la época: Crónica y Estampa.
Característica de estos colectivos es la inmanencia de dos obsesiones: la “emulación primaria”, que es “aquella que lleva a las clases sociales inferiores a consumir para intentar imitar a las superiores… el combustible que está en el corazón de todo lo pijo”; y el “ocio ostensible”, o sea, las “actividades que se realizan para pasarlo bien, pero sobre todo para hacer saber al mundo entero que se puede disponer libremente del tiempo”.
En los pijos es fácil detectar factores como la sacralización de los valores familiares, el culto al deporte, llevar siempre en la boca las palabras papá o mamá, la obsesión de tener siempre “un plan”, la conciencia de disponer de trabajadoras domésticas, el concepto de la mujer como trofeo de la validación masculina, el rol del marido como proveedor esencial y cabeza de familia, la percepción de que hay oficios y actividades de chicas o la idea de que una mujer que no se casa es peligrosa.
Y aunque es cierto que “hace tiempo que no se reconoce a un pijo por su forma de vestir o por su lenguaje; como también hace tiempo que el adjetivo pijo no tiene universalmente esa connotación despectiva” existen algunos elementos vestimentarios que dan estado porque lo que sí es cierto es que hay una obsesión por las marcas, por lo que es muy importante para ellas lucir un luisvi y para ellos un fachaleco. O, en todo caso, un abrigo modelo “salida de teatro”.
Dicho todo esto, ¿qué es exactamente un pijo? Según Peláez: “«Pijo» era una palabra que servía para definir un estilo de vida juvenil que se parecía mucho al de los paninari italianos, los chicos y chicas de la clase alta milanesa que en los años ochenta se vestían con vaqueros a la última moda, plumíferos de colores chillones o mocasines, recorrían la ciudad a toda velocidad en sus motos y se reunían en una hamburguesería llamada Al Panino. Los paninari españoles, es decir, los pijos, también se reunían por la tarde en hamburgueserías (en Madrid, el VIPS; en Barcelona, el Pokin's), desde donde partían hacia las discotecas de moda del extrarradio, donde hacían carreras de velocidad con sus motos o sus cochecitos. En Madrid era particularmente popular la Cuesta de las Perdices, junto a ¡Oh, Madrid!, donde las malas lenguas decían que ya empezaba a rular la cocaína a todo trapo. Se les reconocía asimismo por los vaqueros, los plumas y los mocasines. Pero, sobre todo, su sello distintivo era su forma de hablar, como impostando un acento inglés supuestamente adquirido en internados británicos: «Ssssuperguay». Ellas, que vivían en el barrio al que daba servicio el Jumbo de Chamartín, se vestían de Don Algodón y cuando querían aportar mucha credibilidad a algo decían una frase definitiva: «Te lo juro por Snoopy». Snoopy era la mascota oficial de su mundo mullido, donde no existían las aristas del mundo punk”.
Y aunque “en la España del cambio del milenio ser pijo se asociaba directamente con ser del PP”, lo cierto es hubo quien “despreciaba a los pijos, pero a la vez coqueteaba con algunos de sus elementos. De hecho, algunos ingredientes de la estética pija se habían empezado a extender entre las que se consideraban «gentes de izquierdas»”.
A los pijos han sucedido tribus novedosas o paralelas, cuales los “hipsters” un colectivo uniformizador formado por “chavales que, aunque no tuviesen mucho dinero, poseían una titulación, la preparación ganada en la universidad para apreciar y extraer conclusiones a partir de pequeñas diferencias y hechos, la capacidad de conocer los códigos culturales y utilizarlos”; el “pijiloco”: “hijo bohemio que se siente iluminado por designios superiores y decide salirse de la tradición sobre la que se sustenta el pecunio y el prestigio de su saga”, un espécimen que divide entre apocalípticos e integrados; o el “cayetano”: “nuevo tipo de pijo adorador del capitalismo patrimonial”.
Dicho todo lo cual, Peláez sentencia que “ser o no ser pijo es algo muy relativo que no tiene nada que ver con el dinero, aunque tenga todo que ver con él porque con el dinero se compra el tiempo… lo pijo, como todo lo aspiracional, es una cuestión de símbolos”.
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