Mikolaj Grynberg denuncia la persistencia del antisemitismo en Polonia en “Un brazo muerto del río”
El escritor polaco describe en treinta relatos sobre la supervivencia de fuertes sentimientos antisemitas en la sociedad polaca contemporánea
La historia del antisemitismo contemporáneo se ha centrado en el gigantesco genocidio que supuso el Holocausto nazi, pero este mismo hecho ha desdibujado otros ejemplos paralelos, acaso no tan graves pero no por ello menos importantes, que han sobrevivido incluso a la derrota de Alemania en la segunda guerra mundial. Que, como sabemos, se inició con la invasión de Polonia en 1939, país que fue troceado en favor no solo de Alemania, sino también de su entonces aliada, la Unión Soviética. A partir de ese momento los ocupantes germanos aplicaron a rajatabla una política de persecución de la numerosa población judía con la creación de guetos y de campos de concentración y exterminio, situación que dio lugar tanto a la emergencia de actitudes de solidaridad de muchos polacos con sus connacionales, como de asentimiento más o menos explícito o larvado en otros. El caso es que esta postura sobrevivió al término de la guerra mundial como demostraron algunos hechos bien representativos, tales el pogromo antijudío ocurrido en la ciudad de Kielce en 1946 o la aliyá, o campaña del gobierno comunista polaco para promover la emigración e Israel de la población judía restante en fecha tan tardía como 1968.
Son hechos que han pasado desapercibidos, incluso ignorados, pero que surgen con toda crudeza en “Un brazo muerto del río” (Acantilado), un libro de relatos del escritor polaco Mikolaj Grynberg en el que se denuncia la supervivencia de un antisemitismo que es, en buena medida, fruto de la envidia. “En Polonia ya se sabe, si te va bien es que eres judío” dice uno de los personajes o bien otro que asocia el menosprecio a que “si no tuviéramos negocios nos llamarían gitanos”. Un estereotipo a lo que parece tan generalizado que quienes son judíos deben ocultar su condición no ya frente a los extraños, sino en el seno de la propia familia. Y de ahí que en varios de los relatos de Grynberg el eje narrativo gire en torno a este hecho: la esposa que se avergüenza de su marido judío, la mujer que oculta a su propia hija su origen judío de la que ésta se entera accidentalmente tras su jubilación, la niña que descubre su condición cuando la envían a participar en una colonia de verano, la abuela que se hace pasar por madre de su nieto para evitar que éste sepa que a su madre le mandaron a la cámara de gas, el hombre que suplica del rabino de su comunidad un certificado de que no es judío, la niñas judías que juegan a esconderse de los alemanes (mientras uno de sus compañera de juego es hija de un furibundo antisemita) y así otros numerosos casos. Aunque también los hay de arrepentimiento, como el del quien despreció a cinco judíos y desea disculparse (“me gustaría pedirles perón, pero aquí ya no queda nadie”); o de apoyo y ocultación de perseguidos, como el hombre que recibía a los alemanes sin levantarse de la silla de su cocina porque con ella tapaba la trampilla que daba a acceso al sótano donde se escondían sus amigos judíos o quien pudio refugiarse en un convento (“cuando vienen malos tiempos, a los judíos hay que ocultarlos tras los muros”)
Expresiones todas ellas surgidas de la imperiosa necesidad de esconder la propia condición. “He vivido ocultándome incluso ante mí misma”, dice uno de los personajes, lo que produce un interrogante sobre la propia identidad: “Soy un polaco en cuyo interior vive un judío y un judío que no está presente sin ese polaco”. O el que sencillamente confiesa “soy un judío secreto”.
Que el antisemitismo sigue operativo en la mentalidad de muchas personas lo revela quien justifica lo ocurrido en 1968 porque “tuvimos que hace limpieza, de otro modo nos hubiéramos convertido en colonia de Israel”. Y lo que es peor: hay que advierte que “la sociedad que se avergüenza de dichos actos tarde o temprano se vuelve contra los testigos”. Terminante aviso a navegantes.
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