Carlos Giménez recopila en “El libro del señor Marcos” anécdotas y vivencias del dibujante de comics
El prestigioso y fértil dibujante de historietas, autor de una numerosa obra, recuerda numerosas anécdotas de su vida y la de otros compañeros de profesión en un libro ilustrado en el que la imagen constituye, en este caso y excepcionalmente, el complemento del texto
Permítanme confesarles que pertenezco a alguna de aquellas generaciones que nos destetamos a la lectura gracias a los tebeos, por lo que los personajes que ocupaban sus páginas e incluso el nombre de sus autores me siguen resultando familiares muchos años después de haber desaparecido. Y uno de ellos constituye desde entonces el “patrono laico” de mi quehacer profesional como periodista: el repórter Tribulete (“que en todas partes se mete”), creación de Cifré, pero que en alguna etapa fue dibujado por Enrich, con quien coincidí en la redacción del diario barcelonés “La Prensa”. Mi compañero me dedicó entonces una de las viñetas del atormentado periodista que ocupa, debidamente enmarcada, un lugar de honor en mi domicilio.
Muchos años más tarde y alejado ya de este tipo de literatura, otro amigo, sobrevenido pero excelente, militar ya jubilado, me confesó para mi asombro que había redactado textos de cómic para un dibujante contemporáneo, de quien me habló con cariño aún sin disimular las divergencias que le separaron, porque uno era irreductiblemente franquista y el otro perteneció al PSUC. Desgraciadamente mi amigo nos dejó hace unos años, pero Giménez sigue vivo y plenamente operativo, como demuestra con la publicación de “El libro del señor Marcos” (Reservoir Books) que en este caso no es un cómic propiamente dicho, sino un texto literario en el que, eso sí, cada capítulo va acompañado de su correspondiente ilustración gráfica.
Giménez, autor de una larga relación de títulos exitosos, recopila una serie de anécdotas y vivencias experimentadas por ciencia propia a lo largo de los años y lo hace imaginando la tertulia que mantienen casi a diario el dibujante, en pleno pero silencioso trabajo, con su amigo Paco, retirado de ese mismo oficio después de haber creado el personaje del “Capitán Acero”, hombre “con sus muchas vivencias en su haber y su excelente memoria, (que) era un narrador estupendo al que daba gusto escuchar” y al que los amigos conocían como “el Follarín”. El encuentro matinal incluye la preparación, coincidiendo con la hora del Ángelus, de sendos gin tonics al gusto de cada cual: uno con ginebra, otro con ron y Cocacola cero cero, mientras Paco desgrana sus recuerdos (también hay alguno otro de un tal Julio)
El interlocutor evoca Santa Cruz del Monte, su localidad natal, la “pequeña Suiza” que “tenía aspecto medieval, con todas las calle enjalbegadas, blancas como la nieve, y adoquinadas con cantos redondos y brillantes, con aquellas calles estrechas y aquellos enormes balcones de madera que casi se tocaban con los balcones de la casa de enfrente. Las casas no tenían agua corriente. Para beber y guisar había que ir por el agua a la fuente de la plaza del pueblo, donde también había un gran pilón donde veían las caballerías. Para todo lo demás, fregar y vaciar el orinal -no había váteres- se recurría al canalito o reguerito, no recuerdo cómo lo llamaban, perfectamente canalizado, que discurría por muchas de las calles, por delante de las puertas de las casas. Como era un pueblo de montaña, todas las calles eran en cuesta, por lo que el agua del canalito corría a una aceptable velocidad. Si estabas fregando los cacharros y veías que por el canalito se acercaban unos moñigos procedentes del orinal que había vaciado algún vecino, no tenías más que levantar en el aire lo que estuvieras lavando y esperar a que pasaran los moñigos. Y luego continuabas fregando tus cacharros tan ricamente. Para lavar la ropa estaban los lavaderos del pueblo…” tal cual ocurría en muchos otros pueblos en la España de hace cincuenta o más años (lo del canalillo delantero todavía lo he visto no hace ni diez años en el pueblo cubano de Batabanó) en los que había siempre dos bandos (del Madrid o del Barça, azules o rojos, de una u otra cofradía de la Virgen…)
“El libro del señor Marcos” es una sucesión ininterrumpida de anécdotas divertidas en las que se refleja la vida desopilante, despreocupada, anticonvencional y libérrima de aquellos dibujantes que marcaron toda una época en la creación gráfica de nuestro país, de los que Giménez ha sido y sigue siendo un referente imprescindible. Desde la abuela que opera la gallina que se ha tragado una cuerda a la solícita hija que relata sus aventuras eróticas a su mamá ocultándolas en forma de salidas con su amiga Florita, el médico que recibe como regalo una boa constructor, las trapacerías del comisario comunista negro Mauricio en Cuba o la numerosas peripecias compartidas por el grupo de amigos y compañeros de oficio que se refugian en la comuna Maracaibo y entre viñeta y viñeta disfrutan de la compañía de amigas complacientes (y que salen bien librados de las asechanzas de la Guardia Civil gracias a que unos de los comuneros es bajito y gallego como el sargento del puesto) Retrato en suma de una generación que ahora mismo peina canas, pero cuya obra permanece con la misma frescura con que fue concebida.
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