Dulces palabras de Henry James

Miquel Escudero

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Nacidos en la larga y estrecha época victoriana, los hermanos estadounidenses William y Henry James consiguieron fama en ámbitos diferentes; y la obtuvieron muy en especial tras su muerte. El primero destacó grandemente por sus estudios en psicología y filosofía de la religión. El segundo, un año menor, fue un novelista y crítico al que se calificó como ‘intérprete de su generación a ambos lados del océano’, como consta en su tumba. De hecho, ambos hermanos tuvieron una educación al margen de los convencionalismos y, de jóvenes, se formaron en largas temporadas por Europa pasadas con su familia.

 

Henry James (1843-1916) fue un inagotable escritor de cartas personales de las que se conservan unas diez mil; entre sus corresponsales estuvieron grandes escritores como Joseph Conrad y Robert Louis Stevenson. El libro Amado muchacho (editado por Elba y traducido por José Ramón Monreal) recoge unas ochenta cartas que le escribió al escultor noruego-norteamericano Hendrik Christian Andersen entre 1899 y 1915 (desde el año en que se conocieron en Roma, hasta un año antes de la muerte de Henry James); en el epílogo de este libro se reproducen tres cartas del escultor al novelista. 

 

Andersen tenía unos treinta años menos que Henry James y se produjo entre ellos un intenso flechazo canalizado principalmente por correo. El joven escultor entendía que el arte podría cambiar a la humanidad y producir su perfección, ya iniciado el siglo XX planteó una ciudad mundial utópica que describía en estos retorcidos términos: “fuente de conocimiento desbordante que sería alimentada por todo el esfuerzo humano en el arte, la ciencia, la religión, el comercio, la industria y el derecho; y a su vez se difundiría por toda la humanidad como si fuera un gran cuerpo divino concebido por Dios, los requisitos vitales que renovarían su fuerza, protegerían sus derechos y le permitirían alcanzar mayores alturas, mediante la concentración del esfuerzo mundial”. Hacia 1912, Henry James le advirtió del peligro que supone la megalomanía y el tener la mente obnubilada con ideas disparatadas: “malgastas tu tiempo y dinero en pro de una Ciudad colosal”, son “cosas fantasiosas y ajenas a toda relación con cualquier realidad del tipo que sea”.

 

¿Qué interés puede tener para nosotros saber de las cartas que Henry James escribió durante quince años a este joven amigo suyo? Unas cartas a las que los herederos de éste dieron publicidad, acaso contra su deseo o voluntad; también, por supuesto, del escritor.

 

Destaca la intersección de devociones y entusiasmos que James desplegó de inmediato hacia aquel muchacho. En cuanto artista, tras su primer encuentro ya le envió un generoso “Bravo por todas las grandiosas cosas que sientes bullir dentro de ti”, y expresó confianza en su futuro excelso y su admirable talento. Cinco o seis años después, le suplicó que se dedicase a ganar dinero, “como única base real de libertad y de cordura. Deja de construir castillos en el aire, durante un tiempo, y construye sobre la tierra”. Y poco después se permitió hacerle alguna observación franca acerca de sus esculturas: “Las señoras se parecen un poco demasiado a los señores”, tal vez “porque no les das una abundancia suficiente –para mi gusto- de caderas o, hablando en plata, de Trasero”. Pero siempre se reflejaba un excepcional y continuo cariño y admiración, lo elevaba a su nivel y confíaba en que a sus ancianos ojos les fuese concedido verle triunfar.

 

Su ternura hacia Andersen era la propia de un enamorado fidelísimo y dulcísimo: “mi cada vez más querido”, “te estrecho más tiernamente que nunca”, “el doloroso deseo de tenerte cerca y de estrecharte por entero entre mis brazos”, “será una delicia, queridísimo Hendrik, estar de nuevo en la intimidad contigo y soy, en efecto, el muy impacientemente tuyo”. Le quería infundir su “idea del gran valor y de la paciencia que te son necesarios” y, a su vez, se declaraba “sensible de todo corazón a la manera en que expresas tus sentimientos hacia mí”.

 

Luego llegaría el reconocimiento del proceso fatal de envejecer, de su propio envejecer, pero la distancia física que separaba sus existencias se impondría como determinante. Da que pensar que cada uno de los dos hermanos James aparezcan extensamente reseñados en la Encyclopedia Britannica, mientras que, irónicamente, nada se dice de la obra del tan ensalzado Hendrik Christian Andersen.

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