Lingüista de formación (por la Sorbona) y de profesión (UAB), y amante de la escritura, regida por tres principios: 1. Seleccionar siempre las palabras adecuadas; 2. Sacarles punta antes de usarlas; y 3. Aderezarlas con una pizca de cicuta para hacerlas más eficaces.
En febrero de este 2023, hice un viaje a Argentina durante casi un mes. Fue un periplo con numerosos y largos recorridos, pero planificado al detalle. Además del vuelo transatlántico, realicé 6 largos viajes interiores en avión, varios en barco, algunos en autobús o en todoterreno y uno, en tren, pernoctando en 5 hoteles diferentes. Así visité lo que en las guías de turismo denominan “lo que no te puedes perder” (lo más turístico). Al principio y al final del largo viaje, conocí la ciudad de Buenos Aires y su alfoz. Luego, Bariloche y sus lagos, en la provincia de Río Grande. Después, el Calafate y sus glaciares, en la Patagonia. A continuación, Ushuaia y su flora y fauna (pingüinos, leones marinos, etc.), en la Tierra de Fuego, el llamado Fin del Mundo. Y, finalmente, en el noroeste, en la confluencia de Brasil y Argentina, en la provincia de Misiones, las impresionantes cataratas de Iguazú.
Al rememorar y pasar revista a mis vivencias argentinas, me he visto, como el típico turista japonés, máquina de foto (hoy sería el móvil) en ristre, desplazándose de forma gregaria, como “les moutons de Panurge” de Rabelais, observando, a un ritmo frenético, la realidad por el visor de la máquina de fotos o por la pantalla del móvil. Tuve que esforzarme para que mis vivencias no quedaran sólo en la memoria de mi móvil, sino también y sobre todo en la memoria interna de mis meninges. Sólo no me vi como el típico turista japonés el primer y el último día de mi estancia en Buenos Aires, cuando me reuní con unos entrañables amigos argentinos (Eli, María y Gabriel), con los que compartí verbo, compañía, paseo diletante por ciertos barrios de Buenos Aires y, por supuesto, el tradicional asado en la mansión de María. Todo, “slowly”, sin prisas, sin agobios, sin ser esclavos del reloj.
VIAJAR-VIAJERO VS. TURISTEAR-TURISTA
Para los lingüistas, los “sinónimos totales” (palabras que significarían lo mismo), en principio, no existen.
Lo que existe son los “sinónimos parciales” y, por eso, para designarlos, solemos utilizar el término de “parasinónimos” (palabras que tienen un significado muy próximo). Un ejemplo que ilustra esto son los nombres “viajero” y “turista” y los verbos “viajar” y “hacer turismo” (“turistear”) que, a pesar de tener algunos rasgos semánticos comunes o de ser utilizados indistintamente en la comunicación cotidiana, tienen significados diferentes.
En todo el mundo desarrollado y principalmente en la época estival, se producen desplazamientos masivos de gentes. Hasta bien entrado el siglo XX, para referirse a estas migraciones, se hablaba de “viajar” y de “viajero”. Ahora bien, a medida que avanzaba el siglo XX y con la democratización y la masificación de los desplazamientos, se fue imponiendo el uso generalizado de “hacer turismo” (“turistear”, en América Latina) y de “turista”. En ambos casos, se trata de trasladarse de un lugar a otro, generalmente distante, por cualquier medio. Ahora bien, estos términos no son intercambiables ni sinónimos. Sin ánimo de ser exhaustivo, sólo quiero dar algunas pinceladas para ilustrar esta dicotomía.
VIAJAR Y VIAJERO
El “viajero” que se precie no actuará como el “turista japonés”, sino todo lo contrario. Ser viajero hoy es conservar ciertas actitudes, preocupaciones y objetivos del “viajero ilustrado” del siglo XVIII o del “viajero romántico” del siglo XIX. Para el “viajero ilustrado”, el viaje era un ejercicio para el intelecto, que reportaba beneficios cognitivos y materiales, tanto personales como sociales, (cf. Charles Darwin, A. von Humboldt, etc.). Para el “viajero romántico”, el “viaje” era salirse de los moldes establecidos, era ir a la búsqueda de los orígenes, de las tradiciones, de lo exótico, de la naturaleza, de las vivencias que ofrece el camino y el azar. En “El Emilio”, Rousseau ya defendía la necesidad de viajar, como parte integrante de la educación de los jóvenes. Por eso, en Francia, se afirma tradicionalmente que “le voyage forme la jeunesse”.
El viajero de hoy se desplaza buscando también un mundo nuevo, distinto, enriquecedor, en el que pueda entrar en contacto y en comunicación con lo otro y con el otro, en un mundo, como diría Fray Luis de León, “alejado del mundanal ruido”. Su objetivo no es seguir un rígido itinerario preestablecido, ni conocer el mayor número de lugares posibles, sino disfrutar al máximo de cada lugar donde esté y de con quien esté. Esta forma de viajar está tomando cada vez más fuerza, en detrimento del turistear y del turismo de sol y playa.
TURISTEAR Y TURISTA
El “turista”, sin embrago, “viaja por placer, sin más, visitando varios lugares en poco tiempo”, RAE “dixit”. Ser turista no implica necesariamente “ser viajero” en sentido clásico y tradicional (cf. ci-dessus). Además, el turista busca un placer previsto y planificado de antemano en la hoja de ruta a seguir en el folleto de la agencia de viajes o de la turoperadora. Así, el turista no pone su imaginación a trabajar y su deseo de aventura queda muy limitado o simplemente anulado. Ejemplos paradigmáticos son, por ejemplo, el crucerista que navega sin ver ni conocer nada en todo el viaje; el turista irlandés en Fuengirola, que no abandona el campo de golf durante toda su estancia; o los aficionados de futbol que acompañan simplemente a sus equipos y sólo tienen ojos para éstos.
Sin ánimo de caricaturizar, para demasiados turistas, “turistear” (término peyorativo, como el “españolear” de los 60) es poder decir “yo estuve allí”, es hacerse selfis con gestos simiescos o “mandrilescos” y, luego, colgarlos en las redes sociales, cual pavo real, para envidia de conocidos o desconocidos.
Por eso, para cada vez más gente, el “hacer turismo” (“turistear) es vivido como una degradación del “viajar”, a causa de la masificación que destruye no sólo el ecosistema de los lugares visitados sino también el placer de viajar y la posibilidad de confraternizar. En efecto, el turismo de sol y playa de las costas españolas, los viajes a ciertas ciudades turísticas (Roma, Venecia, etc.), el Camino Frances del Camino de Santiago, etc. son ejemplos que disuaden a los verdaderos viajeros, que buscan, cada vez más, otras alternativas.
EL QUE MUCHO ABARCA POCO APRIETA
Según esta paremia tradicional, lo importante, cuando se viaja, no es la cantidad (lo propio del turista) sino la calidad y la intensidad de las vivencias, que caracterizan al viajero; ni tampoco lo “quick” (rápido) sino lo “slow” (despacio). Por eso, parece razonable afirmar que habría que “viajar” y “ser viajero”, dejando para Vicente, que va como y donde va la gente, el “turistear” y el “ser turista”. En efecto, el cuerpo humano está hecho para moverse a 8km/h. Ahora bien, si utilizamos medios de comunicación modernos y cada vez más rápidos (coches, trenes, aviones, etc.), nuestra participación sensorial del viaje decrece progresivamente hasta desaparecer, provocando unas vivencias irreales. Por eso, para vacunarnos contra esto y antes de planificar nuestros futuros viajes, no estaría de más rumiar estas citas anónimas, para ser “viajero” y “viajar” ; y no para ser “turista” y “turistear”: “Los viajeros eligen rutas, no destinos”. “Un turista mira, un viajero vive”. “Los viajeros ven lo que quieren ver. Los turistas ven lo que han venido a ver”.
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