Tampico

Se suele enamorar uno del paisaje conocido y por razones subjetivas, que dan un sentido de pertenencia a lo que se llama, con cierta ramplonería  "patria chica"

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Foto: Edmundo Font

 

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Dedico esta crónica al doctor Bartolomé Robert, nacido en el Puerto de Tampico; una figura entrañable de la política catalana. En su monumento, recuperado después de la noche franquista, yo depositaba cada año una ofrenda floral, para homenajearlo, durante mi Consulado General en Barcelona.

El amor al terruño podría ser considerado filial. Se ama una entidad geográfica donde el ombligo yace y en su tejido social se despierta a la vida. O porque allí se nos revela un bello mundo infantil, constituido por legendarios paseos en las riberas de los ríos, playas y lagunas; si se nace en un litoral, como ha sido mí caso: en el puerto del Golfo de México, salpicado por acontecimientos históricos, que se llama Tampico, en el Golfo de México. 

Los domingos, mi padre me llevaba a pasear a los muelles y tallaba con su navaja unos barquitos hechos con trozos de corchos que pepenábamos entre los sacos de yute mezclados con la carga de los barcos anclados en el muelle de la Aduana. Luego visitábamos las maravillosas moles de hierro que circundaban el globo; y bajábamos de los navíos cargados de quesos, embutidos y botellas de vino, todo ello conformando un contrabando casero. Ahora reparo en que ese contacto con diversas banderas del mundo, marcó tal vez mi destino de viajero profesional, en la diplomacia.

Se suele enamorar uno del paisaje conocido y por razones subjetivas, que dan un sentido de pertenencia a lo que se llama, con cierta ramplonería  "patria chica";  y más tarde, cuando se confronta lo propio con otros parajes más impresionantes y en su despliegue de atractivo urbano o bucólico, un proceso subjetivo nos lleva a magnificar y a preferir lo "nuestro".  

En mi caso, soy "marinero en tierra", como lo escribió el gran poeta Rafael Alberti, y mis primeras arenas siguen vigentes; mi playa ideal sigue siendo Miramar, en la agreste franja de arena que nace en las escolleras donde desagua el Río Pánuco. Y ello, a pesar de haber gozado mucho con litorales de ensueño. He tenido la fortuna de haber vivido en los prodigios cariocas de Ipanema y Copacabana; en los insuperables azules del Mediterráneo, y fatigado las arenas de Ostia —donde masacraron a Pasolini— o la Cartagena de Indias que defendió Blas de Lezo, perdiendo un ojo, un brazo y una pierna. 

Transité con fruición durante varios años una serpiente de asfalto en el Sahara para llegar desde El Cairo a la Alejandría de Durrell; fui capaz de cruzar media India para bañarme en la ex colonia portuguesa de Goa. Estoy hecho más de mar que de montaña, pero solo he tenido una playa ideal: la que lleva el nombre de la que partió Maximiliano para cumplir su trágico destino.

Lo dicho anteriormente tiene como propósito volver a declarar mi amor a esa suerte de isla con retazos de continente donde las aguas borbotean, —Delta de canales rumorosos, lagunas multiplicadas y riberas marítimas enmarcadas por el Golfo de México—. Solo pensar en la portentosa reserva de agua que poseemos, uno de los bienes más preciados en este planeta que estamos empeñados en destruir, nos conduce a agradecer a nuestras deidades huastecas por la prodigiosa naturaleza que nos da, pero que no hemos sabido administrar. 

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Pero el amor conlleva el derecho de levantar la voz ante la infamia. Hay que hablar claro frente a los agravios de la corrupción inmobiliaria. Me refiero a lo desaprensivo de las autoridades e iniciativa privada. Solaparon durante décadas que un casco urbano con huellas de una digna arquitectura —nos daba identidad y un rasgo de industrioso puerto tropical— se deteriorara, y que el centro histórico se transformara en un paisaje urbano desconchado, con calles leprosas en sus fachadas y banquetas, de los primeros cuadros de la ciudad. 

El centro de Tampico, renovado en contadas calles peatonales, ofrece un contraste patético, de grave deterioro, a tan solo unos metros de la Plaza de Armas; y ni hablar de la zona de guerra en que se encuentra la "isleta", de la que que se han robado las vías de los furgones, y en donde podría funcionar una indispensable escuela de hotelería y turismo, con ribetes de sentido social y no solo elitistas.

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Históricas casonas y edificios yacen con sus fachadas de ¿neoclasisimo tardio? envueltas por un halo de demolición; y condenadas a que se cierre el círculo vicioso del abandono, para lograr el objetivo de un desahucio.  Un conocedor de normas que por decreto limitarían la modificación de fachadas en el centro histórico, me reveló que predios antiguos han sido puestos a ras de suelo en la calada de la noche, durante los fines de semana (extraña coincidencia) sin vigilancia oficial. Se trata de hechos consumados para abrir estacionamientos o levantar negocios que desprecian la armonía del entorno. Y una vez alcanzado el propósito especulativo que destruye la impronta histórica, se constata la degradación de espacios que daban significación al paisaje urbano, en contraste con otras ciudades del país que han preservado su destrucción contra viento y marea, su destrucción como Mérida, Campeche, Pátzcuaro o Taxco, o la propia CDMX. Afortunadamente algunas de nuestras ciudades despliegan celo semejante a otras emblemáticas, como Barcelona, Cartagena de Indias o la Habana.

Tampico no es como el Havre, ni Hamburgo, Nápoles, Lisboa, o Barcelona. Hablo de realidades diversas en antigüedad y tradiciones de ultramar. Sin embargo, nuestro paisaje es de un soberbio encanto natural que muchas generaciones han complementado con edificaciones singular belleza. No deberíamos dejar a las futuras generaciones un legado prostituido por intereses espurios que tienen nombre y apellido, los de políticos y empresarios. 

Nuestro emplazamiento asoma, desde llanuras acantiladas y se proyecta sobre la imagen acuosa de sus ríos y lagunas —donde se pone un sol de  arrebato— estructurándose en un espinazo serpenteante que atraviesa suaves colinas, hasta alcanzar los muelles, como la cola de un lagarto prehistórico de ladrillos, en la prodigiosa Aduana, y conforma un espejismo monumental que refleja el río Pánuco, sobre un mapa de vigoroso trazo.

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ADDENDA: Tampico, Ciudad Madero, Altamira, nuestra zona conurbada, ha sido cuna de artistas, intelectuales, poetas, y científicos. Curiosamente, un político catalan de raigambre, el doctor Bartolomé Robert, gran figura catalanista, historico alcalde de Barcelona, fue oriundo del puerto. Los científicos Raúl Ondarza Vidaurreta, destacado pionero de la biología, y Ruy Pérez Tamayo (este último miembro del Colegio Nacional y autor de 64 volúmenes y Premio Nacional de Ciencias y Artes); las poetas Isaura Calderon, Carmen Alardín, Gloria Riestra y Ana María Rabatté y Cervi; el escritor, historiador, y célebre cronista, don Carlos Gonzalez Salas; el compositor del bolero clásico “Reloj”, Roberto Cantoral; los cantantes Cuco Sánchez, Pepe Jara, el tenor de proyección continental, Genaro Salinas; y el actor de comedia Mauricio Garcés. 

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