Lamine y Nico y la “identidad nacional”

"La relevancia mediática que han adquirido estos dos jóvenes muchachos con su protagonismo en la consecución de la victoria española en la Eurocopa 2024 me da pie para sopesar el significado de sus respectivos perfiles biográficos"

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Catalunyapress dalmasesopi16jul24
Foto: Instagram (@lamineyamal)

 

La actualidad ha traído a colación el nombre de dos jóvenes futbolistas llamados Lamine Yamal y Nico Williams, de cuyas excelentes dotes todos los aficionados se hacen eco. Reconozco con toda sinceridad que no soy capaz de valorar adecuadamente este fundamental aspecto de su personalidad a consecuencia de mi incomprensible desinterés por el deporte rey, pero la relevancia mediática que han adquirido estos dos jóvenes muchachos con su protagonismo en la consecución de la victoria española en la Eurocopa 2024 sí me da pie para sopesar el significado de sus respectivos perfiles biográficos. 

Nico es vasco como su hermano Iñaki y Lamine, barcelonés, nacido en la ahora mismo famosísima barriada mataronesa de Rocafonda. Cabe suponer que como miles de muchachos de análoga edad. Pero en su caso, con sendas notas peculiares. Los dos hermanos son hijos de padre ghaneses y, por tanto, de piel negra; Lamine, hijo de marroquíes y, por consiguiente, de origen bereber y cultura musulmana. ¿Qué es lo que les une a todos ellos? Sencillamente que son españoles y que en su actual quehacer deportivo han representado, por cierto, con la máxima brillantez, a España.

Pero Lamine y Nico, al margen de sus proezas deportivas, adquieren una relevancia mayor que va mucho más allá de sus méritos sobre el césped. En un país como el nuestro, formado a lo largo de siglos por la aportación de sucesivos colectivos humanos como resultado de un inagotable ininterrumpido proceso migratorio en diferentes sentidos, simbolizan el orto de una nueva sociedad que sin duda va a ser mucho más multicolor.

La emergencia de gentes que consideran este hecho un peligro para la supervivencia de una presunta “identidad nacional” nos invita a afirmar que no hay identidades eternas e inamovibles. La identidad de un colectivo humano es cambiante y se enriquece precisamente con las aportaciones foráneas. ¿Habrá alguien capaz de negar que Carmen Amaya o el Gato Pérez son dos expresiones más de la cultura catalana? Si ya sabemos que a la difunta Marta Ferrusola le disgustó enterarse de que hubo un presidente de la Generalitat que se llamaba José, pero seguramente había olvidado que Balmes se llamaba Jaime... ¿acudió alguna vez a la Feria de Abril de Barcelona? ¿Participó con sus conciudadanos musulmanes en alguna celebración del Aid el Kebir, como ellos lo hacen en nuestra Navidad? Y... ¿qué le ha parecido a Sílvia Orriols que un catalán llamado Lamine se convirtiese en figura internacional? ¿Se ha dado cuenta la edil ripollesa que la yuca y el plátano macho son dos alimentos habitualmente presentes en nuestros comercios de alimentación cuando hace unos años casi nadie conocía su existencia? ¿Sabe qué mi buena amiga Asunción prefiere comprar en las carnicerías halal?

Más importante aún: habida cuenta que según refieren los demógrafos el índice de incremento poblacional procedente de la aportación de sabia nueva es superior a la de la autóctona, no es aventurado suponer que su influencia en la evolución de nuestra identidad colectiva está llamada a ser muy importante. Y ello con independencia de su valor como fuerza laboral capaz de cubrir todos aquellos puestos que, de no contar con su presencia, hubieran quedado al descubierto, cuya aportación a las arcas de la Seguridad Social es, a mayor abundamiento, la mejor garantía de la viabilidad del sistema público de pensiones. Gracias por ello a todos los Lamines, Nicos e Iñakis, los nuevos españoles que han entrado por derecho propio a formar parte de nuestra cotidianidad y a hacerla más variada, rica e integradora. ¡Ah! Y a asegurar también mi pensión y la de varios cientos de miles de cristianos viejos...

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