Illa y el reto de la democracia multirracial

El principal riesgo de fisura del país no radica en el sistema de financiación de las autonomías, sino en la persistencia de las desigualdades sociales

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El president de la Generalitat, Salvador Illa, després de la presa de possessió dels consellers del seu Govern
El líder del PSC, Salvador Illa - EP

 

Han corrido ríos de tinta acerca de la investidura de Salvador Illa al frente de la Generalitat. La trascendencia del hecho, para Catalunya y el conjunto de España, desde luego lo merece. En la mayoría de los casos, sin embargo, ha primado la inmediatez, cuando no el análisis superficial o el comentario sesgado. Incluso la opinión cargada de prejuicios. Quizá sea normal: todo va muy de prisa y nos falta perspectiva. Una prueba de ello es el acalorado debate en torno a la financiación autonómica. Han abundado las voces alarmistas sobre el “giro confederal” del PSC, su adscripción al modelo vasco… e incluso una presunta reactivación del “procés” a raíz del pacto con ERC. Conviene serenar los ánimos. Estamos en el camino de reconducir un conflicto que llevó en su día a la más grave crisis territorial e institucional que hayamos vivido desde la transición. Que nadie, sobre todo en las filas de la izquierda, pierda los nervios. Los lands alemanes recaudan todos los impuestos sin que la República Federal se resquebraje. Y, por lo que respecta a asimetrías y singularidades, el actual sistema de financiación autonómica está repleto de ellas, como recordaba Octavio Granado, antiguo secretario federal de Economía del PSOE, en un reciente artículo (“El camino hacia un sistema federal”, El País, 20/08/2024). La puerta que, con toda probabilidad, abrirá Catalunya será la de una revisión a fondo de la LOFCA… y el abandono del actual “régimen común” por parte de todas las comunidades para pasar a un sistema de mayor corresponsabilidad. A nadie se le oculta que ese proceso será complejo y tortuoso. Y al iniciarse a partir del pacto entre una fuerza comprometida con el proyecto de una España plurinacional y una fuerza independentista, no se antoja menos probable que, en el desarrollo del acuerdo, surjan tensiones entre la perspectiva federal de la primera y una pulsión “confederal”, más acorde con el talante nacionalista de ERC. Pero nada permite pensar, si el gobierno de España permanece bajo el liderazgo de Pedro Sánchez, que la lógica del encaje federal no acabe concitando los apoyos políticos y la aceptación social necesarios. Aceptación que, al cabo, quizá vaya más allá de la órbita socialista y de los partidos que en Madrid llaman “periféricos”: el PP también gobierna comunidades autónomas deseosas de una mejor financiación.

No. El principal riesgo de fisura del país no radica en el sistema de financiación de las autonomías, sino en la persistencia de las desigualdades sociales. Como le gusta decir a Joan Coscubiela, el agravio comparativo entre comunidades autónomas ha llegado a sustituir a la lucha de clases. Podemos disputarnos hasta la extenuación unos recursos que resultan de todos modos insuficientes, dado el desequilibrio existente entre el esfuerzo contributivo de las clases trabajadoras y medias… y la capacidad elusiva de las grandes corporaciones y las mayores fortunas. Bienvenida sea, pues, una reforma del régimen autonómico que aleje a las comunidades del papel de sempiternas pedigüeñas y las lleve a actuar, también en el terreno fiscal, como lo que son: Estado. En cualquier caso, es una buena noticia que la agenda catalana plantee hoy la cuestión de la financiación, del reconocimiento de la singularidad nacional y el autogobierno… y no el órdago de la independencia. El “procés” ha muerto. No así el independentismo, vivo y latente en una parte sustancial de la sociedad catalana. Ni tampoco el lastre, la pesada herencia de la aventura secesionista de estos años, como apunta en su fino análisis del momento Raimon Obiols.

Y en este punto es donde importa levantar la mirada. Los catalanes somos muy dados a contemplar fijamente nuestro ombligo… y acabamos creyendo que constituye el centro del universo, que nuestra singularidad es tal que lo que nos ocurre sólo nos pasa a nosotros. Es indiscutible que la crisis territorial que sacudió Catalunya durante una década tiene una matriz específica, que hunde sus raíces en nuestra historia y en los avatares de la configuración de España, y que recibió un notable impulso con la crisis del Estatut. Pero el “procés” no se explicaría sin la sacudida que supuso la crisis financiera de 2008 y la recesión de la economía mundial que provocó; es decir, sin la desestabilización de unas clases medias que sintieron peligrar su estatus social y se aferraron aquí a la ensoñación de Ítaca, como en otras latitudes abrazaron el brexit o el deseo de “hacer grande de nuevo” a América.

A las grandes corrientes de fondo que ha desatado la crisis del orden global hay que prestar de nuevo atención para captar la envergadura de los desafíos que deberá afrontar Catalunya en el próximo período. Mientras la escena política estaba ocupada por el culebrón procesista, el país estaba cambiando en profundidad. En pocos años, Catalunya ha pasado de ser un país de seis millones de habitantes a contar con ocho millones. Todo ello merced a una oleada migratoria, inédita por su amplitud y diversidad de orígenes, coincidiendo con una caída demográfica y envejecimiento de la población autóctona. En Barcelona, que junto al área metropolitana concentra gran parte de ese flujo, el 56% de la población de entre 25 y 29 años, cerca del 60% de las personas correspondientes a la franja de edad comprendida entre los 30 y los 34 años y el 54’4% de quienes oscilan entre los 35 y 39 años – es decir, las franjas de edad “fértiles”, propicias a formar una familia y a tener hijos – han nacido fuera de España. Si a esas cifras añadimos las personas procedentes de otros puntos de España, las proporciones se incrementan en torno a un 7%. Basta con visitar la escuela de cualquier barrio popular para darse cuenta del vertiginoso cambio étnico y cultural que se está produciendo – y que, en muy pocos años, se manifestará en toda su amplitud. No estamos ante una reedición del fenómeno de “los nuevos catalanes”, sino ante el surgimiento de un nuevo paisaje humano, de una nueva Catalunya.

Barcelona, ciudad global por excelencia, será pronto – si acaso no lo es ya – un nuevo Londres. De menor talla, con vistas al mar y arquitectura modernista en su downtown, pero del mismo modo ostensiblemente multirracial. Salimos del torbellino de una crisis que nos interpeló acerca de nuestra catalanidad… y nos damos de bruces con una sociedad en plena mutación, necesitada de fraguar un nuevo demos, una identidad de algún modo compartida, un sentimiento de pertenencia que aúne – sin negarla, ni asfixiarla – esa formidable diversidad. Y sí, el “procés” nos ha dejado una pesada herencia. La frustración del sueño secesionista ha dejado un pósito de amargura y resentimiento fácil de amalgamar con la incertidumbre que sigue turbando a las clases medias, con el desamparo de sectores que no se han recuperado de las crisis anteriores, con el choque cultural y el miedo que les inspira la llegada de esa mano de obra extranjera. En Inglaterra y en Irlanda del Norte, hemos visto la explosión de ira y violencia que pueden desatar esos sentimientos, convenientemente aventados por los agitadores de extrema derecha. El Parlament de Catalunya cuenta ya con dos de sus variantes, que se distinguen sobre todo por su adscripción nacional: Vox y Aliança Catalana, patrocinada por la alcaldesa de Ripoll, Sílvia Orriols. En la Catalunya interior, más intensamente nacionalista, y en localidades que sufrieron la caída de la estructurante industria textil tradicional y donde los nuevos polos económicos – la industria cárnica – reclutan mano de obra extranjera para los trabajos más duros y peor remunerados, los vientos de xenofobia que recorren todas las democracias liberales soplan con especial intensidad. Pero no se trata de un dato comarcal, sino de un aviso general. La extrema derecha presiona a la derecha conservadora tradicional. Y lo hace con éxito, apelando a la desazón y radicalización de sus bases.

Desde su investidura, Salvador Illa ha inscrito en el frontispicio de la acción de su gobierno la lucha contra las desigualdades sociales, haciendo especial hincapié en el fortalecimiento de los servicios públicos y en el lanzamiento de un plan de barrios. Ningún sentido tendría hablar de “unir y servir” al margen de esa perspectiva. La mejora de la financiación, el fortalecimiento del autogobierno, el retorno a la política, sólo pueden entenderse como herramientas para el progreso social, para encarar los acuciantes retos medioambientales y económicos. Pero la socialdemocracia, más allá de sus políticas redistributivas, más allá incluso de la reforma federal del Estado que promueva, necesita desplegar un relato movilizador; necesita proyectar un sueño, la promesa de un nueva nación, justa, igualitaria, libre… Un proyecto compartido, y no la simple coexistencia de comunidades ensimismadas, fuente de peligrosas derivas y frágil cimiento de una democracia amenazada por el populismo.

En un apasionante estudio sobre la crisis de las instituciones democráticas americanas (“La dictadura de la minoría”. Ariel), los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, a pesar de todas las incertidumbres que se ciernen sobre el país, escriben: “Hoy en día, Estados Unidos se encuentra inmerso en otro – e igualmente ambicioso – experimento: la construcción de una democracia multirracial amplia. De nuevo, el mundo nos observa con atención. Los anteriores intentos de establecer una democracia de esta naturaleza en el país han fracasado. No obstante, a diferencia de períodos más antiguos, el experimento de hoy cuenta con el apoyo de la mayor parte de los estadounidenses. Solo en el siglo XXI se ha logrado que una mayoría sólida se adhiera a los principios de la diversidad y de la igualdad entre etnias. Sin embargo, esta mayoría por sí sola no basta para salvar la democracia… Las condiciones que llevaron a Trump a la presidencia (…) siguen siendo las mismas. Nos encontramos ante una encrucijada: o Estados Unidos será una democracia multirracial, o no será una democracia en absoluto.” Salvando todas las distancias, esa es también la cuestión para nosotros.

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