Nuevo Consejo, grandes retos

La tarea que han heredado Sus Señorías es inmensa

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La nueva presidenta del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, María Isabel Perelló Doménech, jura su cargo ante el Rey Felipe VI, en el Palacio de la Zarzuela, a 4 de septiembre de 2024, en Madrid (España) - EP

 

La elección de la magistrada Isabel Perelló como presidenta del CGPJ y del Tribunal Supremo ha sido para la ciudadanía una excelente noticia. El alumbramiento no ha sido fácil, puesto que después de la interminable agonía que provocó el bloqueo en la renovación de este órgano tan importante para la independencia judicial, daba la impresión de que el nuevo equipo seleccionado por los negociadores de los dos partidos mayoritarios, comenzaba con los mismos problemas que el anterior, felizmente jubilado.

La tarea que han heredado Sus Señorías es inmensa. No solo acometer las asignaturas pendientes respecto a la cobertura de las más de cien vacantes de las plazas que han estado congeladas, sino también imprimir un impulso renovador a la administración de justicia y, entre otras cosas, proponer un nuevo modelo para esta institución que ha quedado tan maltrecha.  

Convendría reflexionar, a este respecto, que -no nos engañemos- cualquier modelo puede ser bueno o puede ser nefasto, según se tenga la voluntad de cumplir las obligaciones de forma consecuente con el mandato legal, de forma honesta, que implica el esfuerzo por alcanzar consensos amplios, tanto en lo que se refiere a la reforma del sistema de representación de los jueces en el organismo, como a la hora de  elegir para la cobertura de vacantes a personas que garanticen el desempeño del cargo con la única finalidad de realizar el bien común. La Constitución inglesa, que no es escrita y se basa en las costumbres, no posee normas específicas, pero existe una predisposición inveterada, de carácter ético, a respetar las instituciones, cubrir las vacantes en base a los criterios de igualdad, mérito y capacidad -como establece nuestra Constitución- y no dar lugar a situaciones que pongan en entredicho el prestigio de las instituciones. 

Al redactar la Constitución y las leyes orgánicas que la desarrollan, el legislador español fue ingenuo, en el sentido de dar por sentado que los operadores políticos priorizarían el bien común antes que la satisfacción de los mezquinos intereses partidistas. La exigencia de mayorías reforzadas de tres quintos para la adopción de determinados acuerdos, incluso para la elección de la presidencia del CGPJ y, por, ende, del Tribunal Supremo, se ha de entender de modo razonable, sin la esclavitud de las matemáticas.  Pero en la experiencia española reciente hemos comprobado que no siempre se obra así. 

Tanto en lo que se refiere al consenso que se exige al nuevo CGPJ para presentar una propuesta del modelo de un nuevo consejo, como para los consensos necesarios para los nombramientos pendientes, no hay necesidad de recurrir al método que instituyó la Iglesia Católica de encerrar a los vocales en un sínodo, y posteriormente a los diputados y senadores que integran las comisiones de justicia, en un cónclave, con progresiva reducción de alimentos, bebidas y sueldo, para que el Espíritu Santo los ilumine y los aliente a que se puedan poner de acuerdo en designar a las personas adecuadas. 

La práctica más generalizada en cuanto a la conformación de los órganos que, como el CGPJ han de velar por la independencia de la justicia, es la de que se establezcan unas vocalías institucionales, es decir, por razón del cargo que desempeñan: representantes del consejo de colegios de abogados, de la fiscalía, de las comunidades autónomas con competencias transferidas en justicia, de las asociaciones de profesores de derecho, del ministerio de justicia, etc.; y una representación elegida directamente por magistrados y jueces, pero que no cuenten a priori con el padrinazgo de los partidos políticos, sino que sean representativos de todas las categorías de la carrera, de todos los territorios, de cada una de las jurisdicciones especializadas..

Lo razonable, puesto que la ley remite a la designación parlamentaria, es que todos los candidatos deban ser avalados por el parlamento, previa acreditación de sus méritos y capacidades, ofreciendo a la ciudadanía la oportunidad de alegar a favor o en contra de cada uno de ellos. La deliberación individualizada de las personas propuestas debería hacerse en sesiones abiertas a la ciudadanía para que puedan ser transparentes los debates, incluyendo, cuando sea posible, la retransmisión de los mismos por un canal de TV oficial, como se hace ya en muchos países. De esta forma se podría conseguir, además de la representación institucional necesaria y la previa comprobación de la capacidad y el mérito, que desaparecieran el nepotismo y las designaciones por razón de la fidelidad política.  

Por lo que se refiere a la responsabilidad en el ejercicio de la función para la se les elije, debe desterrarse la actual impunidad, en la práctica, de las personas que ocupan las vocalías, de tal forma que sus mandatos estén condicionados a las exigencias éticas en el cumplimiento de su misión, de tal manera que puedan ser revocados por un procedimiento de impeachment ante las cámaras parlamentarias, con las consiguientes mayorías cualificadas que fueron necesarias para su elección. 

Hay un deseo generalizado de que el nuevo consejo que acaba de tomar posesión no defraude las expectativas generadas y no vuelva a caer en la política de bloqueos cuando terminen su mandato por la fidelidad a los negociadores que los han designado.  Pero en previsión de que puedan reproducirse en el futuro los bloqueos, debe introducirse la previsión legal del cese automático de los vocales el día en el que se cumpla el plazo para el que han sido nombrados.

 

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