De la crisis teatral a los tres millones de espectadores

Comparación entre el ayer y el hoy que suelo hacer con frecuencia cuando coincido con el buen amigo Enric Sunyol, otro veterano que conoció la vida teatral barcelonesa por ciencia propia más o menos cuando yo empecé a recorrer plateas y camerinos

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Teatro Apolo en Barcelona - EP

 

El reinicio de una nueva temporada teatral ha dado pie a que, siguiendo la costumbre establecida hace unos años, ADETCA, la entidad que agrupa a las diversas empresas del sector en la comunidad autónoma, informe sobre los resultados alcanzados en el ejercicio anterior, que, a juzgar por los dígitos, fueron excelentes. Una buena noticia, sin duda, que a los que peinamos canas nos invita a comparar la actual situación con la de tiempos anteriores cuando se hablaba insistentemente de crisis teatral.

Comparación entre el ayer y el hoy que suelo hacer con frecuencia cuando coincido con el buen amigo Enric Sunyol, otro veterano que conoció la vida teatral barcelonesa por ciencia propia más o menos cuando yo empecé a recorrer plateas y camerinos. Quizá entonces no llegaban a docena y media las salas que había en la ciudad y algunas de ellas acabaron descabalgadas de su función originaria para su conversión en cines. También se hacía teatro en centros parroquiales o asociativos y en la universidad -el histórico TEU- remando contra marea. Pero los profesionales trabajaban de lunes a domingo con dos funciones: la de tarde a las seis y la de noche a las once menos cuarto, que podía prolongarse hasta altas horas de la madrugada si la ocasión se terciaba con la celebración de algún “fin de fiesta”. A lo que había que sumar los ensayos de la siguiente función que solían tener lugar antes de la primera, es decir, sobre las cuatro de la tarde. Dicho de otro modo: que podían llegar a trabajar casi doce horas, parte de las cuales sin retribución -los ensayos no se pagaban- sin descanso semanal alguno y lo hacían con la formación recibida sobre las tablas, puesto que la mayoría de ellos accedían a la profesionalidad bien desde el teatro amateur, bien desde el meritoriaje, consagrada con la obtención del ansiado carné que expedía el Sindicato Vertical del Espectáculo. Verdaderos estajanovistas con futuro incierto porque entonces casi nadie cotizaba a la Seguridad Social, razón por la que se alcanzaba la jubilación con apuros. Ello no obstante, estos duros mimbres dieron nombres ilustres a la escena, tales los de Nuria Espert o Mario Gas, por citar solo dos casos felizmente operativos.

Hoy el teatro ha cambiado copernicanamente. En Cataluña funcionan 59 salas estables y cuatro espacios escénicos, se trabaja entre cuatro y cinco días a la semana con una sola función, se pagan los ensayos y no hay empresario que se atreva a eludir el pago de la SS. Y algunos cines han recuperado su función teatral originaria. Por otra parte, la mayoría de los profesionales de la escena lucen ahora en sus currículos la condición de licenciados en el Instituto del Teatro o en cualquier otra carrera universitaria. Y han surgido empresarios que no solo se dedican a gestionar locales, sino que se atreven a producir espectáculos. Eso sí, todo hay que decirlo: algunas de las salas más importantes son públicas y buena parte de las de iniciativa privada recibe subvenciones de la Administraciones, mientras que en otras calendas las empresas particulares funcionaban a su propio riesgo y cuando las cosas iban mal dadas se arruinaban. 

Sea como fuere, quién hubiera podido imaginar que se remontaría aquella crisis que parecía insalvable y se llegaría a superar la mágica cifra de tres millones de espectadores y los 92 millones de euros de recaudación (no queremos pensar lo que significaría en pesetas) con una oferta de 1.235 nuevos espectáculos y 13.035 funciones. El 44 % de género dramático y el 20 % de carácter musical o lírico; un 54% de autoría catalana, 18% del resto del España y el 27% extranjera y que el catalán estuviese presente en el 39% de las producciones y el español en el 30%. Y, en fin, que Barcelona consiguiese ocupar un lugar relevante en la producción de grandes musicales, un género que parecía privativo de Madrid (en la ciudad condal solo los produjeron Gasa y Los Vieneses en sus mejores tiempos) 

A todo ello habría que añadir la meritoria tarea que desarrollan numerosas salas de pequeño formato a cargo de gentes intrépidas. Bien es cierto que los años sesenta hubo algunas (Alexis, Candilejas, Guimerá, Windsor…) pero es que ahora son legión y está distribuidas a lo largo y ancho de la ciudad con ofertas de altísima calidad como las del Akadèmia, junto a propuestas que pueden resultar sorprendentes e innovadoras en Beckett, Atrium, Gaudí, Maldà, Tantarantana, Flyhard, Fénix, Versus Glòries, La Gleva, Almería/Golem’s, Aquitania, Antic Teatre, con algunas dedicadas al público infantil complementaria o exclusivamente (como el Jove Teatre Regina). Son puntos “on el teatre batega”, y aún hay que sumar las salas que funcionan en el resto de la comunidad catalana, en algún caso con un protagonismo tan acusado como La FACT de Terrassa, donde tiene lugar desde hace 40 años la temporada de ballet más longeva de España.

Por eso hoy nadie habla de crisis teatral, sino de resultados espectaculares y puedo por tanto coincidir con Enric, entre ramalazos de nostalgia, que no siempre, ni en todo cualquier tiempo pasado fue mejor.

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