¿No todos los hombres somos iguales?

"¿Azarosas coincidencias? Hechos casi simultáneos, acaecidos en escenarios separados por miles de kilómetros, pero que remiten a una misma realidad: la perenne desigualdad entre hombres y mujeres y la violencia que la sustenta"

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Giséle Pelicot
Gisele Pélicot, en archivo | Europa Press

 

¿Azarosas coincidencias? Hechos casi simultáneos, acaecidos en escenarios separados por miles de kilómetros, pero que remiten a una misma realidad: la perenne desigualdad entre hombres y mujeres y la violencia que la sustenta. Comportamientos calcados de dominación masculina, deshumanizadora y destructiva, que se dan en espacios ideológicos ferozmente contrapuestos.

En Afganistán, el régimen de los talibanes anunciaba hace apenas unas semanas una nueva vuelta de tuerca en su rigorismo misógino, decretando el silencio de cualquier voz femenina en el espacio público. Expulsadas de la enseñanza, de los trabajos, de la vida social, transformadas en sombras, ocultas bajo el burka… y ahora sin voz. Lejos de Kabul, en Aviñón, en el corazón de nuestro civilizado occidente, se celebraba el juicio contra Dominique Pélicot – y unos cincuenta acusados más – por la violación sistemática de la esposa del primero, Gisèle, sometida durante años a sumisión química. Hombres de todas las edades, clase y condición, abusando de una mujer transformada en un cuerpo inerte. Los testimonios y las grabaciones de esas violaciones han conmocionado a la sociedad francesa.

En España, al poco de revivirse en las pantallas el caso Nevenka, estalla con inusitada fuerza el escándalo de las conductas abusivas de Íñigo Errejón, admitidas por el propio interesado (que no ha podido resistirse, antes de abandonar la escena política, a obsequiarnos con una última clase magistral de feminismo, advirtiéndonos acerca de la toxicidad del patriarcado. Un gesto narcisista y autoexculpatorio en las antípodas de una disculpa sincera o de una voluntad reparadora). En cualquier caso, he aquí comportamientos similares en las filas de la derecha conservadora y de la izquierda radical (con el agravante de ser esta última abanderada del feminismo y el consiguiente descrédito, por extensión, para el conjunto de las fuerzas progresistas).

La concatenación de todos esos acontecimientos ha suscitado una lógica oleada de indignación, en primer lugar entre los colectivos feministas. Pero también reacciones por parte de algunos hombres que se declaran de izquierdas, progresistas o solidarios, y que condenan esos actos… toda vez que se apresuran a subrayar que “no todos los hombres somos iguales”.

Y es cierto. Hay hombres que empatizan con la situación de las mujeres, que apoyan sus reivindicaciones. El feminismo ha ido convenciendo a no pocos de su justeza. La denuncia del empleado de un supermercado propició la investigación del caso de Gisèle Pélicot, a quien acompañaron brillantes y comprometidos abogados. Aquí y allá surgen incluso auténticos héroes, como el doctor congoleño Denis Mukwege, Premio Nobel de la Paz, entregado a la asistencia de las mujeres víctimas de las brutalidades de la guerra. 

No, desde luego, no todos los hombres son unos violadores. Pero todos los violadores son hombres. Admitámoslo: existen poderosas razones para que las mujeres se mantengan alerta. Los acusados del proceso de Aviñón constituyen un fiel muestrario de nuestra sociedad. A tenor de sus discursos y su imagen pública, ¿acaso no habríamos administrado a Errejón “los sagrados sacramentos sin confesión”? No hay un perfil definido del violador ni del abusador sexual. No hay patrón cultural, étnico, de extracción social, de franja de edad, situación familiar o profesión que lo defina. Aún menos una apariencia.

Todo ello ratifica que Errejón está en lo cierto cuando dice – haciéndose eco, dicho sea de paso, de la teoría feminista – que todos los hombres hemos sido socializados y vivimos inmersos en pautas patriarcales, y que éstas inducen comportamientos de dominación, tóxicos e incluso violentos, sobre las mujeres. Pero eso no diluye la responsabilidad de cada cual por cuanto a sus actos se refiere. No vale escabullirse alegando: “el patriarcado me obligó a hacerlo”. Sin embargo, deberíamos sacar algunas conclusiones.

La primera es sin duda la necesidad de respetar los espacios propios de las mujeres, los ámbitos no mixtos donde ellas debaten sus experiencias y construyen su pensamiento emancipador (en beneficio de toda la sociedad), así como los lugares donde encuentran seguridad o intimidad. Puede parecer una evidencia, pero desgraciadamente dista mucho de serlo. Los hombres, efectivamente educados en un sentimiento de preeminencia, tenemos tendencia a invadir todos los espacios. (Incluso explicamos el feminismo a las mujeres). 

No creo necesario que los hombres salgan a la calle flagelándose como penitentes, pero sí es exigible una actitud de auténtico respeto. Hay que empezar por ahí. Tiene razón Beatriz Gimeno cuando dice que el desafío histórico que plantea el feminismo – el de una sociedad igualitaria – supone un cambio antropológico nada fácil de asimilar por parte de los hombres, llamados a cuestionar cuanto han visto y aprendido. Pero ese desafío ha sido ya planteado por el movimiento de emancipación de las mujeres y no cabe rehuirlo.

Por eso mismo, porque encierra la clave de un progreso civilizatorio sin parangón, los comportamientos contrarios al feminismo hacen tanto daño a la izquierda. La “transversalidad” de las conductas machistas, presentes en los partidos de derechas y en los de izquierdas, no difumina la diferencia entre los proyectos sociales, conservadores o progresistas, de unos y otros. Ni tiene tampoco las mismas repercusiones en cada uno de esos espacios. Una sociedad justa y avanzada es impensable desde la inequidad entre los sexos. La agenda feminista no es una opción facultativa del socialismo, sino la condición sine qua non de su avance y su realización.

Mucho se denuesta estos días la llamada “superioridad moral de la izquierda”. Crítica justificada, si hablamos de la virtud de los individuos. Cuidémonos de dar por sentado que autoproclamarnos de izquierdas nos inmuniza frente a las hegemonías culturales que dominan nuestra sociedad, desigual, clasista y patriarcal. Pero el discurso resulta demagógico si nos referimos al fondo de la cuestión. 

En efecto: las clases trabajadoras y los oprimidos en general, en su largo proceso liberador, necesitan forjar unos valores, una moral que les cohesione y les sirva de guía; una moral basada en la solidaridad, el respeto mutuo, el amor por la verdad y la abnegación; una moral opuesta al individualismo, a la hipocresía de los poderosos, a su idea de que “el hombre sólo puede ser un lobo para el hombre” y de que estamos predestinados a convivir con la desigualdad, bajo la ley del más fuerte.

La sacudida que está sufriendo la izquierda debería llevar, dado el contexto en que se produce, a una reflexión que fuese mucho más allá de la prevención de las conductas machistas en sus filas. Todo esto estalla cuando estamos inmersos en una crisis entre la izquierda y el feminismo de la igualdad, ese “feminismo rancio” – a ojos de algunas corrientes recientemente importadas de los campus americanos – a cuya tenacidad deben las mujeres, sin embargo, los avances más significativos de las últimas décadas. No se trata de caer en simplificaciones, maniqueísmos, ni excomuniones. 

No obstante, quizás sería tiempo ya de empezar a considerar si los discursos que elevan la prostitución al rango de una condición laboral, que banalizan la erotización de la violencia contenida en la pornografía, que asocian el altruismo a la realidad alienadora de los vientres de alquiler o que desdibujan la materialidad inmutable del sexo como marcador de la opresión secular de las mujeres por los varones, fortalecen o debilitan el acervo feminista de una organización. Repitámoslo: guardémonos de simplificaciones. 

El hecho de que Íñigo Errejón fuese abanderado de todas esas teorías no explica su conducta personal. Mucha gente las comparte y está sinceramente devastada ante las revelaciones de estos días. De hecho, la izquierda alternativa – y no sólo ella – está impregnada de tales postulados. Lo que sí cabe preguntarse es si éstos favorecen el respeto hacia la integridad de las mujeres… o si, por el contrario, nos desarman frente a quienes las cosifican, violentan y deshumanizan.

Estamos en condiciones de tener un debate serio, basado en datos contrastados. Esas teorías han tenido ya una amplia traslación legislativa en numerosos países, incluido el nuestro. Hay suficiente experiencia acumulada para discutir sin anatemas, ateniéndonos a la realidad. Por supuesto, si reunimos el coraje necesario para ello. Pero urge hacerlo. Hoy podemos constatar el mal resultado que da mirar para otro lado cuando nos topamos con conductas individuales inaceptables. No sería menos dramático obviar el contexto de reacción contra los avances del feminismo que se está dando a nivel mundial – y que reverbera en tales conductas – o eludir el balance de las políticas públicas que atañen a las mujeres y a sus derechos.

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