La vida corriente de un escritor

En la intención de atender su proceso de formación, se preguntaba de joven qué hacían los escritores cuando no hacían de escritores

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Imagen de Europa Press - EP

 

Escribir no es sólo unir letras. Hay quienes se dedican a escribir como un oficio, como un deber, como una necesidad personal. Algunos no pueden imaginarse viviendo sin esta tarea diaria. Más allá del periodismo, el rol de los escritores en cada época varía de repercusión y significado en su sociedad. Puede decirse que pocos logran vivir de ello. Ignacio Martínez de Pisón es un autor valorado que escribe con fluidez y amenidad. En Ropa de casa desvela sus circunstancias personales desde su nacimiento hasta que adquirió notoriedad en el mundo literario. En este libro reciente ahonda en la inexorable realidad de hombre corriente que cada escritor tiene.

Cuenta cómo comenzó jugando a ser escritor y refiere su desapego por el dinero. En la intención de atender su proceso de formación, se preguntaba de joven qué hacían los escritores cuando no hacían de escritores; y si estaban en sintonía el resto de sus horas con esa misión que les caracteriza. No tardaría en reconocer el valor de acumular vivencias propias y ajenas: captarlas, asistirlas, combinarlas, transformarlas. Años después resaltaría la necesidad de crecer como persona para poder crecer como escritor. Por esto dirá que a escribir nunca se termina de aprender. No hay duda de ello.

Otra idea que apunta es que empieza uno tratando de averiguar el escritor que quiere ser y acaba descubriendo el escritor que puede ser. A pesar de ser un tipo alegre y simpático, Martínez de Pisón señala que se prohibía sonreír para las fotos como si tuviera que dejar constancia de “un disgusto metafórico, existencial, que en realidad no obedecía a razones concretas”. En Ropa de casa plasma un “testimonio de emoción y gratitud” hacia quienes, de una forma u otra, han hecho que pudiera sentirse un privilegiado: con salud, rodeado de afecto y dedicado a su pasión literaria. De este modo, en sueños puede ver situados en una edad indefinida, tanto a los muertos como a los vivos; en su dimensión común.

Evoca a su madre que, tras diez años de matrimonio, vivió cincuenta de viudez. Educada para que otros decidieran por ella, tuvo que empezar a tomar decisiones por sí misma, lo que, al tiempo que la estimulaba, la atemorizaba. Siempre presente, dice que “estaba orgullosa de su hijo novelista, pero no estaba orgullosa de estar orgullosa”. Señala que su forma de relacionarse como viuda permanente supuso para él y sus hermanos una distinción básica entre familias con padre o sin padre. A su mujer, María José, con quien comenzó a salir a los dieciocho años, le reserva dulces palabras: en ella veía que “se concentraba la delicadeza, la dulzura, el encanto, la belleza”. Es más, ella era todo eso. Y a su lado, él podía llegar a gustarse algo. Reconoce también su inefable satisfacción y agobio al iniciarse como padre.

Tras quedarse huérfano con nueve años, uno de sus abuelos pasó a ser su referente masculino. Con sus lecturas vivió las emociones que brotan del modo de expresarse. Gracias a él aprendió a percibir la literatura como un arte. Aquel abuelo era carlista, lo que suponía vivir en un universo paralelo al real, y tenía una notable biblioteca.

Quien pugnó por ser objetor de conciencia y logró librarse así de la mili, renunció a ser profesor para entregarse exclusivamente a la escritura. El mundo literario tiene sus claves específicas y resulta muy importante relacionarse en él para publicar. Afirma que tenía que darse a conocer a los escritores que admiraba y que era “mejor quedar ante ellos como un insolente que pasar inadvertido”.

Nacido en Zaragoza y criado en Logroño hasta la muerte de su padre, se fue a Barcelona para concluir sus estudios de Filología italiana y allí reside desde entonces. Por lo demás, es reseñable su juvenil afición por hacer listas de palíndromos y su entusiasmo por el séptimo arte. Destaca su relación con escritores como Bernardo Atxaga. Alfredo Bryce Echenique, Ana María Matute, Félix Romeo, Javier Tomeo, Alvaro Pombo, Enrique Vila-Matas, Ramón de España, Carlos Trías o Cristina Fernández Cubas, entre muchos otros. En especial, Enrique Murillo fue el primero en leer sus cuentos y en apadrinarle.

Baltasar Porcel no sale muy bien parado en estas páginas: se dice que parecía precisado a impresionar a su público, “dando a entender que la fastuosa vida que llevaba le aburría sobremanera”.

En las páginas que dedica a Javier Marías, el autor alterna el reconocimiento de su incuestionable valía con recelos y resquemores que quedan en la penumbra; el revés de un tiempo que no se define. Un tratamiento que se me antoja incompleto y puede decirse que injusto. Pero como una tía de Ignacio Martínez de Pisón acostumbraba a decir cada vez que se despedía: “Si no nos vemos más, ya nos hemos visto bastante”.

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