Estar en forma
¿De verdad la noche nos otorga autenticidad? ¿Qué tiene de particular para que pueda ser así?
Compuesto por las 24 horas convencionales, el día marca una vuelta completa de nuestro planeta sobre sí mismo. La mayor parte de los seres humanos reserva la noche (‘la parte del día comprendida entre la puesta del sol y el amanecer’) para descansar y soñar acostados; es recomendable que sea cerca de la tercera parte del día. ¿Tiene sentido decir que la noche nos permite ser idénticos a nosotros mismos? Henri Focillon, historiador del arte y medievalista francés del siglo XX, escribió tal afirmación.
¿De verdad la noche nos otorga autenticidad? ¿Qué tiene de particular para que pueda ser así? Con el sueño laboran sin cesar los molinos de nuestra mente. Focillon señalaba que la noche prodiga tres fuerzas asombrosas: el silencio, la soledad y la lámpara. Esta última se distingue de las dos primeras por ser un producto artificial. La ensalzaba y a su conjunto le atribuía un lenguaje secreto, análogo al que se habla de las flores. En esta atmósfera mística, presagiaba con zozobra: “Día llegará, absurdo y terrible, en el que ya no se sabrá lo que son las lámparas, en el que la noche será reemplazada por una especie de día artificial en el que se hablará de la lejana edad de las lámparas”. Ésta era su visión.
Parece interesante contemplar el arte sumergido en la totalidad de la vida. Despierta sensibilidad y ayuda a imaginar su configuración. Dice Foncillon que la vida actúa esencialmente como creadora de formas. Y que la obra de arte no existe más que como forma. Hay que aprender a leer una obra de arte, leer sus formas.
En su libro Vida de las formas (Elba), publicado en 1934, este erudito que debió renunciar a ser grabador, como lo era su padre, por problemas de vista, declara que “quien no ha vivido con los hombres que trabajan con sus manos ignora el poder de esas relaciones secretas”, esos mundos imaginarios. Escultores y pintores comparten, afirmaba, la vocación por la materia. Un prestigio misterioso, centrado en el detalle de su existencia, de su actividad. Se refería al principio de interferencia, esto es, a la superposición de las ondas de luz, constructiva porque así se originan nuevas ondas.
Entendía que el hombre está inexorablemente abierto a intercambios e influencias. Es indudable que es así, aunque algunas ideologías lo nieguen y pretendan el sometimiento de la vitalidad de los seres humanos, rugiendo contra su libertad inherente e impredecible.
Por otro lado, Foncillon glosaba las manos por permitir el contacto con la consistencia del pensamiento. Se pueden agitar libremente, al margen de su función natural, con vivacidad y ensoñación, dibujando en el aire el abanico de sus posibilidades expresivas. De este modo: “el espíritu hace la mano y la mano hace el espíritu. El gesto que no crea. El gesto sin consecuencia, provoca y define el estado de conciencia. El gesto que crea ejerce una acción continua sobre la vida interior”. Podemos así preguntarnos cómo hablan las manos del profesor que escribe fórmulas y desarrollos en una pizarra delante de sus estudiantes. ¿Cómo resuenan?
A las ideas hay que darles formas, que consisten en visiones mentales. Hay que mostrarlas y distinguirlas como producto de una lógica interna que las organiza. Y las que están mejor definidas tienen múltiples resonancias.
No hay forma sin movimiento. De su necesidad pasamos a su libertad. Para que la obra de arte -que no distingue de forma y fondo- alcance su mejor encanto posible, y su dignidad implícita, no puede someterse a otros fines particulares.
El mero vivir puede y reclama ser una obra de arte. A todos nos incumbe ser artistas de nosotros mismos y tomar conciencia de nuestra responsabilidad con quienes nos rodean, para entrar en sinfonía con ellos y ayudarles a estar en forma. Así pasa también a quien se dirige de viva voz a un grupo de personas, sean quienes sean.
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