Populismo y tecnocapitalismo
La izquierda haría bien en no perderse en especulaciones y esforzarse por definir una política propia frente a lo que supone un cambio de rasante a nivel mundial
A la espera de la toma de posesión de Trump, el próximo 20 de enero, fluyen por doquier las especulaciones acerca de su segundo mandato. ¿Hará realmente lo que ha anunciado en campaña? Abundan los comentarios tranquilizadores de quienes nos dicen que los propios resortes de la democracia americana y la realidad del mercado se lo impedirán. Deportar a millones de inmigrantes irregulares supondría un coste desmesurado y tendría un impacto negativo sobre la economía, lanzarse a una guerra de aranceles provocaría una dinámica inflacionista que dañaría en primer lugar a las bases electorales de Trump. Por otra parte, la anunciada reducción de impuestos haría que el déficit se disparase, tornando la deuda insostenible. Y por mucha voluntad de repliegue sobre sí misma de la nación americana que represente – o por mucha simpatía que inspire a la Casa Blanca la figura autoritaria de Putin -, resultará imposible desentenderse de las nuevas configuraciones geoestratégicas, pues estarán en juego vitales intereses estadounidenses, empezando por sus vínculos con Europa.
Tal vez. Pero, la izquierda haría bien en no perderse en especulaciones y esforzarse por definir una política propia frente a lo que supone un cambio de rasante a nivel mundial. Trump II no es un accidente pasajero, sino la expresión política de una determinada evolución social y del asalto al poder del Estado de la última mutación del capitalismo, bajo la égida de las grandes corporaciones tecnológicas y las finanzas. Para hacerse con la presidencia, Trump ha cabalgado la ira de las clases populares desestabilizadas por la globalización, prometiendo el retorno a un pasado idealizado. El resentimiento es el carburante de un populismo altamente corrosivo para la democracia liberal. El populismo, sin embargo, no deja de ser un método para alcanzar el poder y una manera de ejercerlo. Pero, ¿cuál es la naturaleza de clase de ese poder? ¿Qué proyecto alberga? Desde ese punto de vista, los contornos del segundo mandato son mucho más claros y vienen marcados por el paso al frente de una fracción muy definida de la clase dominante. Una fracción cuyos intereses desembocan en una visión profundamente nihilista de la sociedad, que concibe necesitada de un liderazgo fuerte y expeditivo, similar a la dirección de una gran empresa, emancipado del lastre de la democracia formal.
La campaña de Trump ha estado profundamente marcada por dos elementos: la incorporación de los más destacados magnates de Silicon Valley – la adhesión de Wall Street no constituye sorpresa alguna – y el recurso a un “engarce” entre el programa de esa élite de multimillonarios y la base electoral plebeya que ha granjeado la victoria a los republicanos. El vicepresidente J.D. Vance personifica de algún modo el enlace discursivo con los de abajo. Pero es la conexión “por arriba” la que definirá el rumbo de la nueva administración. Hay que tomar consciencia de las fuerzas en presencia. Un ejemplo nos ilustra sobre ello: la apuesta decidida por Trump ha hecho que, merced a la revalorización de sus acciones tras el 5 de noviembre, Elon Musk haya visto incrementarse su fortuna en 66.000 millones de euros. Un hecho que da la medida del poderío económico del dueño de Tesla. Y no se trata de un caso aislado. Musk encarna un cambio cualitativo que se ha producido en el mundo de las grandes corporaciones tecnológicas. Hasta hace poco, él mismo y la mayoría de los líderes de Silicon Valley estaban alineados con el Partido Demócrata. El hecho de que una veintena – entre los setenta más poderosos e influyentes, capaces de dominar como nunca la comunicación de masas – haya “cambiado de caballo” dibuja un panorama inédito.
“Hasta los años 1990 y 2000, no había debate: las tecnológicas eran percibidas como una fuerza progresista, permitían a la gente informarse, innovar y crear, rompiendo monopolios y derrocando regímenes autoritarios”, explica el sociólogo Olivier Alexandre, investigador en el CNRS. Sí, “pero eso era antes”, nos dice Valentine Faure desde las páginas de “Le Monde”: “Antes de la emergencia de un nuevo tipo de start-up como Uber o Airbnb, que han conmocionado sectores cuyos responsables políticos siempre habían pensado que debían ser reglamentados. Y antes, sobre todo, de que las nuevas tecnologías se convirtiesen en sinónimos de desinformación, de atentado a la vida privada, de riesgos vinculados a la ciberseguridad o al fraude on line”. Es este sector el que percibe la competición con China como un riesgo existencial. Es él quien preconiza simultáneamente seguir la senda de las desregulaciones neoliberales… y aplicar políticas proteccionistas frente a su temible adversario asiático. Un tema, altamente significativo, concentra el agravio de este areópago empresarial en relación con Biden: la actitud de su gobierno, considerada restrictiva, hacia el universo de las criptotecnologías. El desarrollo de las criptomonedas es visto como crucial para el destino de América. ¡Qué tremenda contradicción! Los adalides de las formas más parasitarias y especulativas del capitalismo, los ultra-liberales que reniegan de la burocracia, denostando su ineficiencia y su pertinaz ansia reguladora… reivindican el ejercicio de una estricta soberanía nacional por parte del Estado. Para esta fratría, no debe existir freno, prevención, ni cortapisa social alguna para el desarrollo e implementación de las nuevas tecnologías. Pero, dado que eso no es posible sin el amparo de una potente maquinaria administrativa, el Estado debe ser gestionado con criterios empresariales. He aquí la síntesis superadora de la contradicción entre la pulsión “libertaria” de este conglomerado informacional y financiero, y su necesidad de permanecer adosado a un Estado: un régimen iliberal, por no decir autoritario.
La conexión con la tradición conservadora americana es evidente. Pero no lo es menos el esbozo de un nuevo paradigma que rebasa la democracia representativa y vacía de substancia sus instituciones. “Esa voluntad de desreglamentar, de simplificar la administración, de suprimir un montón de agencias gubernamentales surgidas tras el New Deal – escribe la investigadora Maya Kandel – hace eco al discurso antisistema de Trump, a su idea de que ‘hay que drenar el pantano’”. El Estado va deshaciéndose así de sus atributos sociales para exhibir una anatomía netamente coercitiva. Como lo recuerda una interesante crónica de “Le Monde” (16/11/2024), Peter Thiel, archimillonario fundador de PayPal y gurú intelectual de Silicon Valley, lleva tiempo afirmando que, a su entender, “el pueblo no es digno de confianza para la toma de decisiones importantes. Libertad y democracia no son compatibles. (…) Sobre todo porque, a partir de 1920, el aumento considerable del número de beneficiarios de las ayudas sociales y la extensión del derecho de voto a las mujeres – dos grupos notablemente difíciles para los libertarios – han transformado la noción de ‘democracia capitalista’ en un oxímoron”.
He aquí, pues, el populismo como trampolín de un cesarismo tecnificado y crepuscular. Toda una amenaza para la democracia y el progreso civilizatorio. La ensoñación reaccionaria va más allá incluso del simple negacionismo de la crisis ecológica. Los discursos oscurantistas se destinan a las masas, y constituyen una coartada para seguir adelante con explotaciones e industrias contaminantes. Pero la conquista del espacio interplanetario con que sueña Elon Musk refleja en realidad un descreimiento total sobre la humanidad y su destino: en el fondo late la convicción de que la suerte del planeta está echada y sus élites tendrán que buscarse otro hábitat. ¿Un delirio? Sin duda: el delirio del hombre más rico del mundo que, como dice José Luis Rodríguez Zapatero, “arma un virulento discurso, cargado de odio, contra los más pobres y desvalidos”.
La victoria de Trump nos aboca a “una alianza entre el partido de la tradición, que enarbola el lenguaje de la nostalgia de una América perdida y defiende el retorno a una economía anterior al New Deal, proteccionista y aislacionista, y una industria con intereses supranacionales, que anuncia al mundo las convulsiones más violentas e inciertas”. Una alianza explosiva que no puede sino exacerbar las contradicciones latentes en el propio seno de la sociedad americana. Sólo una mano de hierro podría comprimirlas. (Pero, ¿hasta cuándo?) Por lo pronto, como genuina expresión de su aguerrida tribu, Musk encabezará un “departamento de eficacia gubernamental” con la misión de llevar a cabo un recorte de dos billones de dólares en los presupuestos federales. ¡Nada menos! No asistimos al retorno de los “capitanes de industria”, sino al advenimiento de un nuevo liderazgo que pretende encarnar la profecía de Zaratustra. La tecnología más deslumbrante anuncia la llegada del superhombre a un mundo convulso donde redoblan tambores de guerra. La izquierda debe rearmarse rápidamente para hacer frente a esta faceta especialmente agresiva del capitalismo senil.
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