El consentimiento en disputa
Una disputa que interpela a la izquierda en su más honda razón de ser
La cuarta oleada del feminismo, impulsada por el movimiento Me too, ha significado una revuelta de alcance mundial contra las violencias sexuales. Su amplitud ha certificado que el feminismo constituye un actor social decisivo – y por ende objeto de deseo y campo de batalla de las tendencias políticas que marcan nuestra época -. Este ascenso ha coincidido, en efecto, con una poderosa reacción de la cultura patriarcal, reformateada en alianza con los últimos desarrollos del capitalismo, contra los logros del feminismo a lo largo de siglo XX. Todo ello ha puesto en primer plano la cuestión del consentimiento sexual, situándola en la agenda política y haciendo de este concepto un territorio en disputa. Una disputa que interpela a la izquierda en su más honda razón de ser. En primer lugar, porque en estas primeras décadas del siglo XXI se está planteando con crudeza la posibilidad de un salto adelante civilizatorio, impulsado por el anhelo universal de emancipación de las mujeres. O, por el contrario, la amenaza de una regresión en todos los ámbitos, cuya punta de lanza sería la redefinición del sometimiento femenino a los mandatos patriarcales. Y en segundo término porque, la propia izquierda llega confusa y dividida a esta encrucijada, dudando entre hacer suya – en cierto modo, reanudar – la lucha histórica por la igualdad… o sumarse al culto de la voluntad – una voluntad tan idealizada como carcomida por el neoliberalismo.
He aquí el marco en el que surgen los dilemas planteados por “La ficción del consentimiento sexual” (Ed. Catarata), reciente trabajo de la teórica feminista Rosa Cobo, profesora en la Universidad de A Coruña. Es cierto, como bien señala la autora, que el feminismo, que históricamente pugna por hacer de la mujer un sujeto político, no puede desdeñar sin más la idea del consentimiento, en la medida que ésta invoca su capacidad decisoria y el valor de su palabra. “Las mujeres no somos creíbles porque nuestra palabra y nuestros deseos nunca son claros y precisos para la ideología patriarcal. Este prejuicio masculino alimenta la idea de que las mujeres no saben lo que desean. Si no saben lo que desean, no será fácil definir qué es una agresión sexual, la sociedad o el sistema de justicia no tienen por qué creerla. Que el consentimiento se haya colocado en el espacio público puede contribuir a dotar de relevancia y de credibilidad la palabra de las mujeres. Y si no fuese así, politiza la irrelevancia del discurso femenino. El propio debate, en sí mismo, politiza la falta de credibilidad de esa palabra. Y lo ha colocado críticamente en la agenda política feminista y también en la del poder político.”
Sin embargo, esa capacidad decisoria está profundamente falseada en unas sociedades moldeadas por el dominio y preeminencia de los varones sobre las mujeres. Unas sociedades que reproducen y perpetúan esa desigualdad a través de la socialización de sus miembros y de la violencia, sutil o descarnada. Tanto es así que a las mujeres, y sólo a ellas, concierne consentir ante las demandas sexuales de los hombres. En otras palabras, “el consentimiento sexual es una categoría instrumentalizada por los sistemas patriarcal y neoliberal para objetualizar y mercantilizar los cuerpos de las mujeres.” Por eso, “el feminismo considera que la voluntad no es suficiente si no va acompañada del deseo y de la igualdad.” No es lo mismo consentir que ceder. No pocas veces, incluso, como condición de supervivencia. “La libertad no puede anteponerse a la igualdad – escribe la investigadora franco-israelí Eva Illouz – porque la desigualdad invalida la posibilidad de ser libres.” Solo sí es sí… siempre y cuando sea posible decir “no”. Y son muchas las situaciones en las que – bajo la amenaza, la presión económica, el peso de la cultura o el chantaje emocional – la mujer se ve abocada a acceder a lo que no desea o incluso le repugna. ¿Acaso está la mujer prostituida en condiciones de rechazar los caprichos sexuales de sus “clientes”? El “sí” confiere una pátina de legitimidad al dominador. Todo sistema de opresión necesita – y busca obtener de un modo u otro – la aquiescencia del oprimido para perdurar.
Más que nadie debería saberlo la izquierda. Y sin embargo… tiene que venir el feminismo para recordarnos algunas verdades olvidadas. O quizá enterradas bajo los escombros de fracasos de los que aún no hemos extraído todas las enseñanzas. El contrato social surgido de la abolición del “Ancien Régime” no deja de ser un contrato entre hombres, devenidos ciudadanos. Existía otro contrato, previo e implícito, que se amoldó a las condiciones de la modernidad, se hizo funcional al capitalismo emergente y ha ido entrelazándose, hasta hoy, con sus sucesivas mutaciones: una suerte de contrato sexual entre varones, por el cual cada hombre podría poseer una mujer… y habría una reserva de mujeres a disposición de todos los hombres. Lejos de ser un triste epifenómeno social, la prostitución constituye la rúbrica notarial dando fe de la vigencia de ese contrato. Es cierto que el ímpetu de la Ilustración engendró también el feminismo. Pero fue, como recuerda siempre Amelia Valcárcel, “un hijo no deseado”. No la desmentiría Olympe de Gouges: antes de devorar a sus propios hijos, la Gran Revolución guillotinó a sus hijas más preclaras.
Las dificultades de la izquierda con el paradigma del consentimiento ilustran un innegable desconcierto ante los desafíos del actual momento histórico. Sus raíces son profundas. La revuelta de Mayo de 1968 hizo bandera de la libertad sexual “como una poderosa fuerza antisistema, sin embargo, esos jóvenes líderes estudiantiles que tenían una posición crítica con el capitalismo no habían identificado políticamente la lógica patriarcal sobre la que se asentaba el capital (…) La exaltación de la sexualidad como una senda de libertad coincidió con la aparición del capitalismo neoliberal, un proceso que contribuyó a que dicha demanda se apartase del camino de la emancipación.” La quiebra de la vieja moral pudibunda devino, en gran medida, la liberación de los varones, que conminaron a las mujeres a estar disponibles para la satisfacción de sus apetitos. Las pulsiones del sistema hicieron el resto, dando lugar a “una intensa sexualización de la cultura y a su asimilación en un mercado de consumo.”
Una izquierda en busca de identidad
Las campanas doblaron por las promesas de abundancia de la globalización neoliberal cuando estalló la crisis financiera de 2008 y el mundo fue arrastrado a una cruel recesión. Del malestar social provocado por aquel desmoronamiento surgió una nueva izquierda. Pero sus bases eran inciertas. La clase trabajadora tradicional, sobre la que se sostenían la socialdemocracia y la izquierda de matriz comunista, había quedado muy debilitada por las deslocalizaciones y los cambios tecnológicos. El siglo XX concluyó con el hundimiento de la URSS y, con ella, de las utopías de emancipación social que habían consumido las energías y la entrega militante de varias generaciones. La socialdemocracia se deslizó hacia la aceptación de los postulados económicos neoliberales. La izquierda más radical, impulsada por la oleada de indignación, se proyectó como una ruptura epistemológica con sus precedentes. Huérfana de sujeto político – explica Rosa Cobo – abrazó el populismo que teorizaban Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, tratando de amalgamar diversas causas y movimientos sociales (ecologistas, feministas, LGTBI, antirracistas, anticoloniales…), en un bloque “de los de abajo” enfrentado a “los de arriba”.
El choque con la realidad no tardaría en revelar los límites de esa simplificación. Aferrándose a la preservación de un maltrecho Estado del bienestar, a los valores de la democracia o al europeísmo, amenazados por una derecha radicalizada y el ascenso de la ultraderecha nacionalista, la socialdemocracia se resiste a abandonar la escena política, e incluso al sorpasso de la izquierda alternativa. Y, confrontada a las responsabilidades de un gobierno, esta última descubre pronto que, en el marco de la actual correlación de fuerzas entre las clases sociales, a corto y medio plazo, no se vislumbra más margen que para una serie de políticas redistributivas – ciertamente importantes para aliviar las condiciones de vida de los más desfavorecidos, pero muy alejadas de un cambio sistémico o de aquel anunciado “asalto a los cielos”. Pablo Iglesias abandonó la vicepresidencia del gobierno en pos de épica antifascista en Madrid.
“De todos los movimientos sociales, que esta nueva izquierda estima deben componer el nuevo sujeto de cambio social, el que tiene mayor capacidad de movilización, está más articulado políticamente y más repartido territorialmente es el feminismo.” Pero, al volverse hacia él, se encuentra con que la agenda de este movimiento está siendo impugnada y su bandera disputada por una nueva corriente ideológica, nacida de la intelectualidad posmoderna y que prospera en una sociedad altamente individualizada: la corriente queer, cuya más destacada referente es Judith Butler. Para esta teórica, no sólo el género – las pautas impuestas por la cultura patriarcal a hombres y mujeres -, sino también la sexualidad y el propio sexo son construcciones sociales. Pueden, por lo tanto, alterarse o ser escogidas. No es difícil reconocer el eco del neoliberalismo en esta exaltación de la voluntad individual, cuyo subtexto es el desdén de la realidad material, social e incluso biológica, y la responsabilidad de cada cual con su propio destino. La lucha por la igualdad, consustancial al feminismo, es así reemplazada por una promoción de identidades y de disidencias sexuales cuya legitimidad no admite acotación normativa alguna: la prostitución confiere una identidad, del mismo modo que la pedofilia constituye para algunas corrientes – hoy por hoy, aún objeto de gran reprobación social – una forma de disidencia. ¿Negar la capacidad de consentimiento de los menores, dicen, no es acaso una forma de reprimir una sexualidad que ya late en ellos? “La reflexión gira en torno a si el feminismo puede asumir la teoría queer como una teoría feminista cuando el sujeto para el que habla no son las mujeres: ¿cómo va a ser funcional al feminismo una teoría que no conceptualiza la pobreza de las mujeres? ¿Cómo va a servir los intereses de las mujeres una teoría que no presta atención a la explotación sexual y reproductiva, sino que, al revés, la sume con la excusa del consentimiento? ¿Cómo va a respaldar el feminismo una teoría que no tiene conceptos para identificar la violencia patriarcal? La querella entre feminismo y teoría queer no es solo un debate intelectual y político, sino también un proyecto de dar la vuelta al sentido político que ha tenido el feminismo en su historia.” Lejos de los anatemas hacia las feministas que son acusadas de “transfobia” o de “no ser inclusivas”, ése es el fondo de la controversia. El feminismo ha sido siempre solidario con las causas democráticas y progresistas, ha acompañado la lucha contra cualquier discriminación. Pero su objetivo es acabar con la opresión estructural del patriarcado, su sujeto político son las mujeres, y su agenda la conquista de derechos que jalonen el camino hacia la igualdad efectiva entre los sexos.
La izquierda tiene un serio problema. Este debate la interpela de un modo ineludible. Tarde o temprano, tendrá que apostar por un programa u otro. Por mucho que algunas voces bienintencionadas invoquen el interés general del progresismo y aconsejen moderación, al cabo, será imposible el maridaje de lo inconciliable. No hay que perder de vista, además, que es al feminismo a quien se le exige renunciar a sus objetivos. En esta diatriba, la neutralidad no es tal. No es casual que los más entusiastas promotores del “solo sí es sí” – un avance en cuyos límites surge el problema del consentimiento – se opongan tenazmente a cualquier política abolicionista de la prostitución, de la pornografía o de los vientres de alquiler. No quieren “victimizar” a nadie. Así, pues, la mujer prostituida es una “trabajadora sexual”: una “identidad en ruptura con la normatividad y la moral imperantes”; en cualquier caso, una persona responsable de su prostitución. Sus enemigos no son los proxenetas, ni los puteros, sino el Estado… y las feministas. Pero, si no hay víctima, no hay opresor, ni violencia. Y, justamente, el feminismo es el movimiento por el cual las mujeres se levantan contra sus opresores y contra las violencias que ejercen sobre ellas. He aquí el fondo de la reflexión que nos propone Rosa Cobo al cuestionar la idea del consentimiento sexual. Se trata de una reflexión ineludible. El socialismo es un humanismo, un ideal de progreso civilizatorio. Por eso, la crítica feminista nos sigue interrogando en lo más hondo.
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