Trabajar con ardor por el odio

Sabemos lo que acabó pasando, pero hay que preguntarse por qué tantos alemanes corrientes sirvieron con decisión a los nazis

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Los avances recientes en Europa de las fuerzas políticas extremistas junto a la alta impunidad que gozan la corrupción y la mentira persistentes, son motivo de lógica preocupación. En este sentido, el panorama que se presagia es sombrío. De forma automática e inevitable, se gira la vista hacia el ascenso al poder del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán en 1933; punto de partida de infinitas maldades. Sabemos lo que acabó pasando, pero hay que preguntarse por qué tantos alemanes corrientes sirvieron con decisión a los nazis. ¿Por qué muchos que no eran fanáticos suyos les dieron un apoyo fundamental? Un abanico de premuras y deseos compensaban otros elementos disonantes que no se tomaban plenamente en serio.

Al acabar la primera guerra mundial, se produjo una gravísima crisis económica y social, con una inflación inimaginable y un paro desbocado. La humillación del Tratado de Versalles produjo la convicción en numerosos alemanes de que había que hacer lo que fuera para revivir. El general Ernst von Wrosberg tuvo éxito en expandir el mito de la puñalada en la espalda. De este modo, se convirtió a la minoría judía en cabeza de turco, se la declaró traidora y se acabó llegando a la ‘Shoah’. Desde un siniestro esquema mental machacando con propaganda venenosa e intimidando de forma exhaustiva.

Con una óptica supremacista se impuso la ‘reordenación racial’. Se llegó a la convicción de que era necesario “exterminar hasta el último vestigio del pensamiento y la existencia de los judíos. No debe quedar ninguna fuente judía que siga pudiendo causar su infección”; infames y vomitivas palabras del nazi Alfred Rosenberg, un arquitecto estonio. Carecían de todo escrúpulo para maltratar, apalear y cometer saqueos (organizados con visos de espontaneidad), una racionalización ilusoria excusaba cualquier fechoría: repetían que sus crímenes eran históricamente necesarios. Su indiferencia total a la realidad personal abría las puertas al sadismo en sus acciones y omisiones.

Dando imagen de determinación y dinamismo, Hitler supo propagar sus propuestas de nacionalismo étnico y racismo biológico, con vehemencia y efectividad, hablando a la gente de la calle con sus propias palabras, con frases cortas y simples. Impresionó a multitudes, suscitó admiración y abrió el camino a la brutalidad física para hacerse con el poder, con una voluntad dura como el granito. Hitler llegó a ser visto como el único garante del orden social y de la estabilidad económica, también del orgullo nacional. Estableció falsos dilemas, como: “¡O lo uno o lo otro! ¡O Alemania es alemana o será bolchevique!”.

En su libro Gente de Hitler (Crítica), el historiador inglés Richard J. Evans ha enfocado ‘los rostros’ del Tercer Reich y ha examinado sus mentalidades. No pocos de ellos tocaban con destreza instrumentos musicales, leían, escribían o pintaban. Pero acabaron sumergiéndose en el hondo pozo de la criminalidad. Señala el profesor Evans que “todos tenían en común la devastadora experiencia emocional de haber perdido la condición social o la autoestima de forma brusca y poderosa en una fase temprana de sus vidas”. Rechaza, sin embargo, que fueran psicópatas o dementes: más allá de su temor paranoico, “fueron personas completamente normales, según el estándar habitual en la época”. En el movimiento nazi y en la figura del Fürher encontraron una vía con que superar sentimientos de inferioridad de todo tipo.

En 1934, cuando la ‘Noche de los cuchillos largos’ (purga de las tropas de asalto nazi SA), el nazi Hans Frank dimitió como ministro de Justicia de Baviera por no consentir que Ernst Röhm fuera asesinado en la cárcel. Hitler le preguntó si quería ser el siguiente y le dijo por teléfono que era un soldado en una batalla revolucionaria y que no se admitían dimisiones. Frank rectificó y se avino a la orden; efectuando luego una curiosa interpretación del mal menor, la de reservarse un margen para poder influir en las decisiones del amado y temido líder.

El arquitecto Albert Speer, alejado de la vulgaridad y fanatismo mayoritarios entre los dirigentes nazis, era inteligente, culto y mostraba un carácter razonable. En el Juicio de Núremberg negó haber visitado un solo campo de trabajo y negó asimismo haber asistido al discurso de Himmler en Posen, donde éste habló a calzón quitado del genocidio total de los hebreos. Evans recalca que Speer mintió en ambas negaciones. Y destaca las condiciones bárbaras en que se obligó a trabajar a los reclusos o esclavos en los proyectos arquitectónicos de Speer. El funesto Heinrich Himmler rechazaba el catolicismo, en el que había sido educado, como doctrina asiática concebida y propagada por judíos. Presionó a sus subordinados católicos para que apostataran. De niño, sus maestros destacaron su ambición ardorosa y su trabajo incesante.

¿Llegaron a comprender alguna vez qué habían hecho?, se pregunta Evans. Sabían lo que hacían, pero no lo que se hacían.

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