¿Qué sociedad hemos construido?

"Hasta el momento, la inmigración es el único factor que está permitiendo amortiguar la imparable curva de la vejez en los países desarrollados"

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Personas paseando por la calle. Foto: Europa Press

 

Bien entrado ya el siglo XXI, el mundo rico se hace mayor a marchas forzadas y todos los esfuerzos para tener una natalidad que compense esa senectud son, a todas luces, insuficientes. El envejecimiento de la generación del "baby boom" proyecta un panorama en el que los costos generados por la atención de una población mayor se incrementarán notablemente. Entre los sectores más afectados se encuentran el mercado laboral y los sistemas de salud, que deberán adaptarse a una población cada vez más envejecida.

Hasta el momento, la inmigración es el único factor que está permitiendo amortiguar la imparable curva de la vejez en los países desarrollados. Este impulso, sin embargo, no puede resolver por sí solo todo el desbarajuste demográfico. “Por supuesto que ayuda: es, de hecho, el único canal de ajuste en el corto y medio plazo. Pero difícilmente podrá compensarlo del todo”, opina Uwe Sunde profesor de la Universidad de Múnich y miembro del Instituto Federal de Investigaciones sobre la Población de Alemania.

Ante esa situación me pregunto: ¿qué clase de sociedad hemos construido para que un logro histórico, como es el incremento de la esperanza de vida, que debería llenarnos de gozo y júbilo, se esté convirtiendo en una pesada carga financiera que puede poner en jaque el bienestar de las generaciones futuras a medio y largo plazo?

Lugares como Corea del Sur, Japón, Italia o España es donde más se acentúa la cuestión. Hasta China, que durante más de tres décadas (hasta 2016) tuvo en vigor la política de un solo hijo por familia para frenar la explosión demográfica, ve que su situación no es la deseada. La India ya le ha arrebatado el título de nación más poblada que ostentó durante más de un siglo. Y eso significa que, a medio plazo, China perderá el modelo de salarios bajos que tantos réditos le ha dado.

Aunque de manera mucho más lenta, los países emergentes también están abocados a asomarse al balcón del nuevo orden demográfico. Con un añadido: tener una población envejecida sin antes haberse convertido en economías avanzadas. “No hay precedentes de nada similar y me preocupa, incluso, más que Europa; no estamos mirando a China ni a India, y es donde más problemas puede haber”, sostiene el prestigioso investigador demográfico y economista Timothy J. Kehoe. El mejor ejemplo, dice, es Pekín: “Su modelo de bajos salarios ha funcionado bien durante 50 años gracias a la emigración interna, del campo a la ciudad. Pero no está claro que vaya a hacerlo a partir de ahora, con la población envejeciendo y contrayéndose”.

Pero si ponemos el foco en nuestro entorno más inmediato, vemos que las sociedades occidentales están envejeciendo de forma exponencial. Europa va camino de convertirse en un enorme geriátrico y, por consiguiente, el modelo que ha estado vigente en las últimas décadas empieza a tener fecha de caducidad. 

Algunos expertos sostienen que para nuestro continente cada vez será más difícil atraer talento. Antes o después, los países emisores también caerán bajo las garras del envejecimiento. Y, quizá lo más importante: cada vez más países —entre ellos, muchos emergentes— necesitarán más mano de obra, en especial la de los mejores perfiles laborales, por lo que dejará de ser una cuestión occidental para convertirse en un fenómeno global.

A día de hoy, en nuestro país, la factura de las pensiones representa más del 13% del Producto Interior Bruto (PIB), pero se estima que esta cifra alcanzará el 16,7% para 2070. En este contexto, la madre de todas las batallas se centra en cómo garantizar unos ingresos razonables cuando se sale del mercado de trabajo por razones de edad. Y aquí la cuadratura del círculo solo es posible si se aumenta la edad de jubilación o se suben los impuestos. No hay más. 

Desde luego, estamos hablando de cifras estratosféricas que marean solo de escribirlas. No obstante, no podemos perder de vista que los servicios sociales —y las pensiones públicas de jubilación pertenecen a ese ámbito— ni pueden estar sometidos a la lucha política, ni expuestas a la voracidad de la especulación financiera y, mucho menos, una mercancía a disposición de aquellos que la puedan comprar. Tampoco son una asistencia social y en ningún caso una caridad para aquellos con menos recursos. Los servicios sociales son derechos ciudadanos y tienen que ser universales, disponibles e iguales para todos.

En definitiva, no hay ninguna razón especial para que las pensiones se financien exclusivamente con las cotizaciones de los trabajadores. Toda la riqueza social producida, en la que se incluye el trabajo de muchos años de los actuales pensionistas, debe servir, también, para el mantenimiento de aquellos que, o bien por edad o por cualquier otro tipo de incapacidad, no están en condiciones de trabajar.

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