Héroes en tela de jucio

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Puig Antich y Anguas page 0001

 

Le debo a mi amigo Sergi que me pusiera sobre la pista del ensayo de Manuel Calderón “Hasta el último aliento” en el que estudia pormenorizadamente la actuación durante el tardofranquismo de un extraño grupo político denominado Movimiento Ibérico de Liberación cuya breve peripecia como banda de atracadores «pro domo sua» acabó trágicamente con la ejecución de uno de sus miembros, Salvador Puig Antich, acusado de la muerte el subinspector de Policía Francisco Jesús Anguas Barragán. Y aunque haya sido fruto de la casualidad, lo cierto es que la aparición de este libro resulta oportuna justamente en estos momentos en que el gobierno se ha propuesto rememorar el cincuentenario del fallecimiento de Franco y, cabe suponer, el contexto en que este hecho se produjo.

Para quienes por razones biológicas no vivieron aquellos años no será inoportuno recordar que fueron sin duda tiempos asendereados por cuanto el crepúsculo del régimen surgido como consecuencia de la guerra civil dio lugar a la surgencia de diferentes movimientos de oposición. Unos, pacíficos; otros, violentos y partidarios de la lucha armada. El MIL fue uno de estos últimos, pese a que sus textos -dice Calderón- “tienen una peculiaridad: nunca se han referido a la dictadura franquista. Están en un plano superior: el objetivo es el capitalismo en un país todavía en desarrollo y con grandes bolsas de pobreza y analfabetismo”. Y añade: “el MIL ni siquiera fue aceptado como una parte, sin duda radical y minoritaria, del antifranquismo”, ni el resultado crematístico de sus atracos fue nunca bienvenido en la lucha del movimiento obrero. 

Todo ello configuró un grupo ninguno de cuyos miembros “trabajaba y no sabían lo que realmente pasaba en la calle, ni por dónde se movía el dinero”…  que “tuvo algo de endogámico… (puesto que) todos habían llegado a través de los hermanos Solé Sugranyes”, se habían educado en colegios selectos y no faltaba quien, como José Lluis Pons Llobet, fuese nieto de un carlista fusilado por los republicanos e hijo de un voluntario de la División Azul. En ese contexto es en el que se movió Salvador, considerado por sus allegados “demasiado sensato”, pero que “acudía entonces al psiquiatra”.

Aquel grupo teóricamente anarquista, admirador de Quico Sabaté y del Facerías, convertido en una “banda de atracadores” en buena medida aficionados, fue capturado por la policía merced, entre otros fallos, a dos hechos decisivos: el olvido por Puig Antich en el Caspolino de la Plaza de Gala Placidia de un bolso en el que “todo lo encontrado (por la policía) era suficiente para desarticular al grupo”, lo que pone de relieve el amateurismo del grupo, y el chivatazo de su ideólogo Santiago Soler, quien actuó como señuelo en el operativo que tuvo su escenario en el chaflán de la calle Gerona con Consejo de Ciento. Fue allí donde Puig Antich, presuntamente desarmado y parcialmente inmovilizado por los policías, logró extraer una segunda pistola con la que abatió a uno de los agentes. Con un final doblemente trágico porque Salvador -al que una película de Manuel Huerga magnificó- resultó condenado a pena de muerte y ejecutado por garrote vil en una España conmocionada por el previo asesinato del almirante Carrero.

Calderón relata con excelente documentación y objetividad aquel encuentro dramático y las circunstancias que lo rodearon y subraya que los agentes que intervinieron pudieron rematar a Puig Antich con toda impunidad “pero no lo hicieron”, por lo que “no hubo ley de fugas”. Reivindica además la figura del subinspector fallecido, que no era un cruel policía de la Brigada Político Social, sino un joven funcionario recién ingresado en el Cuerpo, hijo de una modesta familia sevillana, miembro de la Brigada Criminal, culto, amante del cine de Truffaut y a punto de casarse con su novia. Del que nadie se acordó y al que nadie dedicó una película. Dicho todo lo cual y sin rechazar tanto la condena emitida en consejo de guerra a un civil (que el autor recuerda que no provocó en su momento excesivos movimientos de solidaridad), como la insensibilidad de un gobierno incapaz de enmendarle la plana con la oportuna conmutación, por no añadir la cruel utilización del medieval garrote o la paralela ejecución -la torna, según el drama-denuncia de “Els Joglars”, que costó otro consejo de guerra, en este caso al hoy denostado Boadella- del germano oriental Heinz Chez (Georg Welzel) ¿impediría todo ello poner en tela de juicio algunas conductas habidas en aquellos tiempos confusos y reconsiderar ciertos heroísmos?
 

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