¡Torturadores!

La represión policial en España no fue desafortunadamente patrimonio exclusivo del franquismo

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Una vista de la antigua prisión Modelo desde el exterior. Foto: Europa Press

 

Cada vez resulta más difícil atravesar Barcelona en vehículo a motor -propio o colectivo- en dirección de la montaña al mar o viceversa. A las interminables obras de la Ramblas se suman otros acontecimientos puntuales como es el caso de manifestaciones varias que suelen encontrar acomodo preferente y propicio en la Vía Laietana. Tal cual ha sido el caso de la que nos encontramos frente al edificio de la Jefatura Superior de Policía donde coincidimos con un grupo de alrededor de un centenar de ciudadanos que protestaban enérgicamente contra la represión policial. Los manifestantes exhibían carteles en los que aparecía el nombre de algunos de los agentes considerados como torturadores exclusivamente durante el franquismo, como si no los hubiera habido antes y después, y un propio iba recitando sus nombres en forma de letanía al conjuro de cada cual la masa enfervorizada gritaba: “¡Torturador!”.

De paso casual por ese punto de la geografía urbana me llamó la atención la escena y me detuve unos minutos para observarla cuando de repente, y entre otros muchos nombres que me resultaban desconocidos, escuché al desgaire el de Francisco Anguas Barragán. Lo reconocí de inmediato por haber leído pocas semanas antes el excelente libro de Manuel Calderón “Hasta el último aliento” en el que relata la peripecia del MIL, movimiento anarquista del tardofranquismo nutrido por algunos jóvenes de la burguesía barcelonesa entre los que se encontraba Salvador Puig Antich. Un quiebro de la fortuna quiso que Puig y Anguas se encontraran frente a frente cuando el primero iba a ser detenido y ante tal coyuntura decidió disparar la pistola que llevaba oculta con cuya acción resultó muerto el agente policial. Este homicidio le salió caro: fue sometido a un consejo de guerra de muy discutible juridicidad que se resolvió con su condena a la última pena y ejecución por garrote vil. Una muerte, todo invita a pensar que injusta, pero que le elevó al pabellón de mártires de la represión franquista. 

Todo ello lo ha explicado Calderón con rigor y objetividad, poniendo a cada uno de los interfectos en su lugar y dejando establecido algo que los manifestantes de la Vía Layetana no tomaron en consideración: Anguas no fue un torturador -de hecho, ni siquiera prestaba sus servicios en la temible Brigada Político Social, sino en la Criminal-, ni tuvo tiempo de llegar a serlo, habida cuenta de su reciente ingreso en el cuerpo policial. El subinspector fue una víctima inocente de una profesión ciertamente arriesgada y no siempre adecuadamente valorada.

Por otra parte, es bien cierto que durante el régimen franquista hubo agentes de las fuerzas de orden público que cometieron excesos execrables, pero desafortunadamente no fueron los únicos. De hecho, los dos nombres que encabezaban los carteles que portaban los manifestantes eran los de los comisarios Pedro Polo y Eduardo Quintela, que antes de 1939 ya habían ejercido como policías durante la segunda república y se especializaron en la persecución del movimiento anarcosindicalista. A las órdenes, por cierto, de los hermanos Badía, independentistas catalanes -Miquel, comisario de Orden Público de la Generalitat-, cuya sangrienta política represiva provocó su asesinato a manos de militantes de la FAI, pero cuyos nombres no vimos reseñados como los de sus subordinados en las pancartas de la manifestación. 

Bien está pues debelar la memoria de Polo y Quintela, o la de los hermanos Juan Creix, pero sin olvidar a sus predecesores los hermanos Badía, acreditados torturadores, como otros funcionarios del franquismo y de antes o después, porque los hubo de diferentes signos políticos. Quien no lo fue nunca es Francisco Anguas Barragán, lo que nos permite concluir que en los juicios sobre las conductas personales conviene hilar muy fino si no se quiere incurrir en la vulgar calumnia.

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