Navalni: símbolo de libertad y decencia

La libertad había entrado en una regresión acelerada

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Alexéi Navalni - EP

 

“Nunca nos han dirigido personas con una mentalidad verdaderamente demócrata y liberal”, escribió Alexéi Navalni reconociendo un grave déficit social en su país a lo largo del tiempo. Moldeado con un temple demócrata y liberal, formó una plataforma con el nombre de Fundación Anticorrupción. Dos años después, en 2013, pugnó por ser alcalde de Moscú. Tenía 37 años de edad y quedó segundo al obtener un 27% de los votos; unas elecciones en las que participó menos de la tercera parte de los convocados a las urnas. Navalni falleció el 16 de febrero de 2024, hace justo un año, en una de las cárceles en que pasó sus tres últimos años de vida y en unas circunstancias turbias, de ningún modo aclaradas y asesinado seguramente.

Aquel joven abogado combatía con radicalidad la estupidez y la corrupción que el Kremlin promovía y amparaba, envueltas en una visión fatalista de la vida. Veía a Rusia construida sobre la corrupción, un país donde no se podía formar una empresa sin pagar sobornos y comprometerse a hacer favores. Su denuncia le supuso ser calumniado y perseguido, le ocasionó inverosímiles causas penales que le impidieron presentarse como candidato en nuevas elecciones; se le aplicó, en suma, lo que en tiempos soviéticos se denominaba ‘emprender medidas activas’. El asunto era deshacerse de un problema deshaciéndose de la persona que lo encarnaba. En enero de 2021, Navalny regresó a Rusia sabiendo que era probable que pasara lo que pasó. Cinco meses antes tuvo que ser trasladado urgentemente a Alemania para superar un envenenamiento por agentes químicos tóxicos. Angela Merkel le visitó en el hospital y le insistió en que no tuviera ninguna prisa en volver. Él había llegado a creer que cada año que pasase estaría más seguro. Craso error. Fuera como fuera, él, que era aficionado a leer y a escribir, decidió recoger su testimonio político en un libro. Así, burlando la vigilancia carcelera, han podido llegar a nosotros lo que se conoce como sus memorias: Patriota (Península).

La libertad había entrado en una regresión acelerada: “En 2017 se podía recibir una condena de quince días en la cárcel por participar en una concentración. En 2018, la cifra había subido a treinta días. A partir de 2019, uno se arriesgaba a pasar entre rejas varios años”. “En Rusia, si estás metido en política y no estás a favor del régimen, pueden detenerte en cualquier momento. Pueden registrar tu casa y requisar tus pertenencias. La policía se llevará los móviles de tus hijos y el portátil de tu mujer”. Alexéi Navalni confesaba que no estaba dispuesto a vivir con miedo y que Rusia debía tener algo mejor: “en mi fuero interno sé que esto es lo que tengo que hacer”. E insistía: “no estoy loco, ni tampoco soy un irresponsable ni un temerario”.

En agosto de 1991, cuando el búnker soviético intentó un golpe de Estado en la URSS, Navalni tenía quince años y Yeltsin sesenta. Fue éste quien encabezó la resistencia, desplazó del poder a Gorbachov, ilegalizó al que había sido su partido (el PCUS), declaró la disolución de la URSS y se convirtió en el primer presidente de la Federación de Rusia. Años después, Navalni lamentó haber sido un ciego admirador suyo y haber hecho la vista gorda a la ilegalidad, a la mentira y a la hipocresía. Siendo gobernador de la mayor región industrial de los Urales, Yeltsin “se comportó como un típico tirano soviético de pacotilla” y “pertenecía en cuerpo y alma al establishment del partido soviético”.

“En 1999, cuando Vladimir Putin alcanzó el poder, muchos creyeron que era un hombre maravilloso. Era joven, no le gustaba la bebida como a Yeltsin y parecía decir lo que había que decir”. Pero no tardó en saber que no podía creerse ni una sola palabra que Putin dijera. Entendía que para vencer a Putin se requería una amplia coalición, incluyendo a los comunistas. Por esto buscaba dar con un lenguaje común. Por esto se ‘emprendieron medidas activas’ contra él y sus partidarios.

Volvió a la ratonera y ya no pudo salir. Pasó a ser un preso carente de control sobre nada, aislado y al margen de lo que ocurría en el exterior. Sobre su litera acabaron poniéndole un letrero que decía: “Soy un terrorista”. Terminó por reconocer que aquello era un infierno, le torturaron privándole del sueño (8 veces era despertado durante la noche), fue de cárcel en cárcel, cada vez en peores condiciones y sin tener a nadie a quien dirigirse para pedir consejo o con quien tener una simple charla agradable. Unas vejaciones terribles e indignantes, siempre lo son. Alexéi Navalni ha pasado a ser un símbolo de la lucha por la libertad y la igualdad; ambas se necesitan mutuamente.

¿Habrá rusos que quieran conquistar esta herencia que les ha legado? ¿Habrá ciudadanos del planeta que le rememoren como a uno de los suyos?

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