Ante la vorágine de la Historia

¿Para cuándo un encuentro de urgencia del socialismo y las fuerzas progresistas europeas que establezca una agenda compartida?

|

Con diversos matices, la mayoría de analistas coinciden en afirmar que, bajo la presidencia de Donald Trump, el mundo está entrando en una nueva era. Tras la humillante recepción de Zelenski en la Casa Blanca, esa aseveración parece poco discutible. Los parámetros que habían regido las relaciones internacionales desde el final de la Segunda Guerra Mundial han saltado por los aires. Fareed Zakaria, politólogo y periodista norteamericano, lo describe así: “Trump está recreando un viejo mundo, el mundo de la realpolitik del siglo XIX, donde el sistema internacional estaba definido por las ambiciones e intereses de las mayores potencias. Hoy, eso querría decir Estados Unidos, China y Rusia, exagerando la fuerza de esta última. La democracia, el derecho internacional, la libertad… pasan a un segundo plano. Sólo cuenta el poderío. Eso explica que sea posible, como hoy lo hace Estados Unidos, intimidar a Canadá, a México, a Groenlandia o a Panamá. Las relaciones internacionales se han vuelto coercitivas. Cabe incluso imaginar el retorno a una situación semejante al Dreikaiserbund, la alianza de tres emperadores a finales del siglo XIX. Alemania, Austria-Hungría y Rusia se pusieron de acuerdo para respetar sus respectivas esferas de influencia e impedir la difusión de la democracia y el liberalismo político.”

Esa involución acrecienta el peligro de nuevas guerras. Rusia ha abierto la veda en Ucrania: las fronteras establecidas pueden ser redefinidas por la fuerza de las armas. ¿Cuántas fricciones entre naciones, cuántos contenciosos serán llamados a dirimirse violentamente, desde Taiwan a la frontera sino-india, sin olvidar los deseos expansionistas del imperialismo ruso? Bruscamente empujados hacia lo desconocido, buscamos en las experiencias de ayer algunas pistas para entender el presente y tratar de entrever el futuro. En ese sentido, las analogías históricas – a condición de entender que la historia nunca se repite y que los paralelismos sólo ponen de relieve algunos rasgos esclarecedores de acontecimientos pretéritos – pueden resultar útiles. Y, desde luego, no son apresuradas comparaciones lo que falta. La perplejidad inicial está dando paso a una dolorosa toma de conciencia. De nada sirve especular sobre las posibilidades de Trump de llevar a cabo cuanto anuncia, desde una brutal limpieza étnica en Gaza hasta el desmantelamiento de la función pública americana. Lo cierto es que lo intentará, y con ello el caos está servido. Olivier Mannoni, traductor y analista del lenguaje del Mein Kampf, no duda en evocar “la emergencia de un fascismo americano”. Las similitudes con el asalto a la República de Weimar, así como el recuerdo de que el tiempo de los imperialismos desbridados condujo a dos sangrientas conflagraciones mundiales, están en boca de numerosos observadores. La prestigiosa New York Review of Books se refiere a la nueva presidencia americana como un “blitz autoritario”, una “implosión de la democracia” y un hundimiento del Estado de Derecho.

En un plano internacional, y salvando todas las distancias, esas comparaciones nos brindan algunas claves para descifrar el sentido de los cambios vertiginosos que estamos viviendo. “Lo que Trump propone a Putin– escribe Ivan Krastev, autor de “El destino de Europa” – no sólo es poner fin a la guerra de Ucrania según las condiciones de Moscú, sino el inicio de grandes negociaciones para reorganizar el mundo (…). Lo que implicaría sin duda una reducción de la presencia americana en Europa, pero también una cooperación ruso-americana en Oriente Medio y en el Ártico. Trump promete a Putin que se levantarán las sanciones, que Rusia será reintegrada a la economía mundial y Moscú recuperará su estatus de gran potencia (…). Así espera convencer a Rusia para que rompa su alianza con China y se oriente hacia Estados Unidos.” El politólogo cree que Trump confía en los resortes ideológicos racistas del nacionalismo gran-ruso; unos resortes que llevarían al Kremlin a preferir un entendimiento entre naciones “blancas”… antes que unir su destino a “negros” y “amarillos”.

¿Aventurada hipótesis? Tal vez. Pero, lejos de ser descabellada, corresponde a la brutalidad que se está instalando en todos los ámbitos de la política. Trump se ha hecho con el poder cabalgando los temores y resentimientos de amplias capas populares que se estiman traicionadas por el sistema. Ese movimiento, espoleado por la incapacidad institucional de responder a tal desazón, ha socavado todos los dispositivos y contrapoderes de la democracia liberal, poniendo en manos del presidente un poder casi ilimitado. Pero, en ausencia de diques de contención, ese poder es, al cabo, el de los magnates de las grandes corporaciones tecnológicas y financieras. La agresividad del gobierno americano es la expresión de un modelo económico senil que, más allá de sus espectaculares y volátiles capitalizaciones bursátiles, ve caer su productividad, y busca compensar esa asfixia por medio de conquistas imperiales que le brinden acceso a las materias primas, necesarias para afrontar su guerra comercial con China. El régimen de Putin, por su parte, es ideológica y orgánicamente indisociable de la guerra. La economía rusa funciona como una “economía de la muerte”: el esfuerzo bélico es su verdadero motor, que carbura con la exportación de los abundantes recursos naturales del país. La tensión de la guerra, bajo la perspectiva de “hacer grande Rusia otra vez” – es decir, de recuperar su vieja esfera de dominio imperial -, mantiene prietas las filas del régimen y disciplinada a la oligarquía extractiva que medra a su sombra. Una victoria diplomática y militar de Putin en Ucrania no sería sino el preludio de nuevas agresiones: hacia Moldavia, Georgia, quizá incluso a los países bálticos… ¿Qué futuro puede auspiciar la entente de semejantes regímenes?

Lo cierto e indiscutible es que Trump va en busca de esa alianza con Rusia a la que se refiere Ivan Krastev: la Casa Blanca ha dado la vuelta al relato sobre la invasión de Ucrania, amenaza de manera apenas velada con eliminar a Zelenski y declara una hostilidad abierta a Europa, a su economía, a su proyecto unificador y a sus instituciones democráticas. Nunca se habían visto injerencias tan descaradas como la del vicepresidente J.D. Vance, alentando el voto a la extrema derecha. Una extrema derecha europea cuyo patriotismo exacerbado – volcado contra la emigración, sospechosa de una gran substitución étnica y cultural del viejo continente, y contra las “élites comunitarias”, enemigas de la soberanía nacional – muda en servilismo lacayuno ante Washington. Marine Le Pen encuentra perfectamente normal y legítimo el trato vejatorio dispensado a Zelenski. Aquí también, la historia, si no se repite, cuando menos “rima”: el gen del colaboracionismo está inscrito en el ADN de la extrema derecha.

Urge mirar la realidad cara a cara. Europa, su proyecto, su democracia política, las conquistas sociales que forman parte de su moderna identidad… se encuentran en el ojo del huracán. La amenaza no es sólo arancelaria, diplomática, cultural y política, sino directamente militar sobre el flanco oriental de la Unión. La toma de conciencia del peligro, aunque tardía, está siendo rápida. Las cumbres empiezan a sucederse, en París, en Londres… Friedrich Merz –algo impensable hasta ahora en un dirigente alemán – habla de la necesidad de independizarse de Estados Unidos y de proceder a un rearme autónomo de Europa. François Hollande declara que Estados Unidos ya no es una potencia aliada. Macron se abre a la posibilidad de desplegar armamento nuclear en Alemania…

Si es cierto, como tantas veces se ha repetido, que Europa sólo puede surgir de grandes crisis, ésta es realmente existencial. El camino del proyecto europeo ha sido ya esbozado. Con matices liberales, en el caso del informe Draghi, o socialdemócratas, en los trabajos de autores como Thomas Piketty. Se trata de avanzar hacia la federalización de Europa, incrementando su esfuerzo presupuestario, reforzando sus políticas sociales – si no lo cual será imposible derrotar a la extrema derecha -, tejiendo nuevas alianzas comerciales justas con el Sur global… y mancomunando esfuerzos en materia de defensa, como se hizo en su día frente a la pandemia. Pero el tiempo se nos echa encima. Hoy por hoy, ante un repliegue militar americano, Europa no está en condiciones de contener a Rusia. Puede y debería llegar a estarlo a cierto plazo. Sin embargo, no será fácil. Todo dependerá de la clarividencia de un liderazgo europeo que aún no está definido. Por supuesto, por cuanto se refiere al potencial económico e industrial de estas dos naciones y al simbolismo de un proyecto que surgió con la ambición de erradicar la guerra del viejo continente, es indiscutible el papel decisivo del eje franco-alemán, condición sine qua non de Europa. Pero, políticamente, una conjunción de factores ha conferido a España una responsabilidad excepcional, muy por encima de su peso demográfico, de su ubicación estratégica y del PIB de su economía. Pedro Sánchez ocupa hoy un lugar destacado en los encuentros internacionales. En estos momentos, es el máximo exponente de la corriente socialdemócrata; es decir, de una tradición federal y de un programa de justicia social, sin los cuales no puede entenderse la construcción europea.

Paradójicamente, en una tesitura de debilidad  o desgaste de los grandes partidos socialistas europeos, la gramática socialdemócrata aparece, objetivamente, como la única susceptible de articular un discurso progresista y esperanzador ante la vorágine de la Historia y la amenaza de unos tiempos oscuros. Pero esa misma Historia nos ha enseñado que las ideas no vencen por su coherencia o su justeza, sino merced al combate organizado por enraizarlas en la sociedad, por enlazarlas con el anhelo vivo de los pueblos. La izquierda necesita un rearme ideológico y un nuevo impulso para afrontar el desafío a la democracia que plantean la actual oleada reaccionaria y el derrumbe de los equilibrios de la posguerra. Sin duda habrá que tomar, aquí y allá, decisiones tácticas arriesgadas, y habrá que hacerlo con rapidez. Entramos en un período convulso sin disponer de cartas de navegación. La izquierda sólo podrá guiarse por sus principios y debe resolverse a actuar con audacia. Medidas que ayer podían antojarse impensables o radicales, aparecerán muy pronto como actos de sentido común en un clima de emergencia. El pacifismo ingenuo de ayer – que, de hecho e inconfesadamente, se sustentaba en la seguridad que brindaba el paraguas de la denostada OTAN – dará paso a un realismo en materia de defensa: no habrá libertad, democracia, ni defensa del derecho internacional sin capacidad disuasoria. Como no será posible revertir el descontento social ante la inflación o la crisis de la vivienda – malestar que intenta explotar la extrema derecha – sin desplegar enérgicas políticas planificadoras, medioambientales y redistributivas, capaces de embridar los mercados y combatir las desigualdades.

Sin comentarios

Escribe tu comentario




He leído y acepto la política de privacidad

No está permitido verter comentarios contrarios a la ley o injuriantes. Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios que consideremos fuera de tema.
AHORA EN LA PORTADA
ECONOMÍA