Identidad africana y española (compatible)
¿Quién decide que pertenecer a un país tenga un precio determinado, a quiénes hay que pagarles por ello y cuánto?
No he vivido entre beduinos, pero sé por lecturas que uno de sus proverbios dice: “No importa lo que tardes, lo que importa es que lo consigas”. Me resulta familiar, en absoluto me es extraño. En verdad, nadie va preguntando por ahí si te sacaste el carnet de conducir a la primera o después de ocho convocatorias. Lo que importa es tenerlo. Y en no pocas ocasiones conduce mejor quien más tardó en aprobar. Otro proverbio, esta vez saharaui, dice: “Lo que tienes en tus manos no es tuyo”. Es un adagio que cuestiona con acierto el sentido de la posesión. Mi despacho en la universidad no es ‘mío’, lo tengo en usufructo. Mi mujer no es mía, es suya. Pero es mi mujer y yo su marido.
¿Quién decide que pertenecer a un país tenga un precio determinado, a quiénes hay que pagarles por ello y cuánto? En una sociedad liberal y democrática (es decir, que se rija por estos principios) es contradictorio asumir la prevalencia de unos amos de la tierra, gente insaciable para apropiarse de todo poder y privilegio. “No se es de donde se nace, sino de donde se pace” viene a decir un refrán español. De hecho, no se es nada de un modo uniforme. Hay mil modos de ser persona, español, catalán y nadie tiene derecho a imponer su versión canónica (hacerlo es avasallar y despersonalizar). Basta tener esto claro para desmontar con argumento los nacionalismos de aquí y de allá. Para no doblegarse ni dejarse achantar se requiere, además, voluntad y dignidad. El paradigma de ciudadano está por encima de la estricta territorialidad. Por esto el nacionalismo desprende un odio profundo por el liberalismo igualitario. Y la necesidad social de esta fuerza le da porvenir, aunque no esté representada ahora en forma parlamentaria.
Leo un libro de Ebbaba Hameida, una reportera doctorada en Periodismo que, de origen saharaui, nació en un campamento de refugiados argelino y creció entre Italia y España. Se trata de Flores de papel (Península). Es un ejemplo de identidades solapadas. “¿Por qué no puedo ser de aquí y de allí?”, se preguntará la niña Aisha. Efectivamente, esta es la cuestión. A menudo, los mayores que adoptan niños no nacidos en Europa se obsesionan en que sean como los demás, en la idea de verlos felices. Este es un error común. No son como los demás, afortunadamente, y sólo así pueden ser reconocidos como valiosos, estimados, respetados y honrados por su innata dignidad.
Aisha, sedienta de hogar y de miradas atentas (pero no excesivas), se hallaba sola, recién llegada a un mundo sin nadie conocido, confundida por ruidos, luces y palabras, envuelta en una nube de advertencias y agobiada por no estar a la altura. Quieres saber –se dirá- por qué un niño de la clase te dice ‘africana’ y siempre que lo hace se ríe. “Me llamo Aisha, soy de Milán, bueno de Milán y de África. Soy africana e italiana”. Años después, le resonará una frase hiriente: “Italia es para los italianos y no para los extranjeros de mierda”. Un reproche sin respuesta posible en aquella etapa de crecimiento, un mazazo que la descoloca para fijar su identidad. Avergonzada y excluida de la italianidad fetén, se reivindicará: “yo soy del desierto”. Veía ahora imposible que ambas identidades fueran compatibles. Y elegía reclamarse sólo del Sáhara.
Por miedo a perderla, su madre adoptiva conspiraba para que rechazara ‘las costumbres de la arena’. Pero eso es intolerable y no sólo un error. Está bien trascender el espíritu tribal con sus viejas rencillas incluidas, pero cómo renunciar a la hermosa frontera entre la arena y el cielo o al espacio infinito. Estando en su país de origen, al que iba en busca de salvación, veía que tampoco pertenecía al desierto. Sus compañeros de edad se reían de su distinto hassanía (idioma saharaui) y la incluían entre los nasrani (nazarenos, cristianos, europeos). Por otro lado, le pesaba en exceso someterse a todas las tradiciones de los suyos, escandalizados por todo, o por el deber de llevar velo en la calle.
Su entrañable padre biológico le insistía en que se formará fuera, donde podía hacerlo, para atender lo mejor posible un día a su pueblo en diáspora, arrojado por Marruecos con la pasividad vergonzosa de España. Decepcionada por su experiencia italiana, se encontró para ella una familia en Extremadura. Tuvo suerte con su ‘madre’ Teresa (¿qué necesidad –se decía Aisha- tenían de acogerla?). Le daba mucho espacio y le dejaba pasar ratos a tu aire. Quedó impresionada por el carácter humilde, abierto y cercano de los habitantes de aquella tierra. Esta era la clave para no volver a ser una ‘excepción’: un trato humilde, abierto y cercano. Por otro lado, había palabras en español que ya le sonaban de los campamentos africanos.
Hubo dos palabras que, desde entonces, no puede separar: Sáhara español. Con esa expresión, cuenta, empezaron a unirse piezas que permanecían latentes en su vida. La herida del silencio restañó con músicas como Al alba o Mediterráneo. Todo superpuesto, eran suyas.
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