Guerra y Paz
“La guerra es la prosecución de la política por otros medios”, escribía el célebre general prusiano Carl von Clausewitz.
“La guerra es la prosecución de la política por otros medios”, escribía el célebre general prusiano Carl von Clausewitz. Raramente una aseveración ha sido tantas veces repetida… y tan sesgadamente interpretada. La guerra, en la medida que pretende solventar por la fuerza aquellos antagonismos nacionales o sociales que han desbordado los parámetros de una gestión institucional o diplomática de los conflictos, constituye un acto político. Brutal, pero eminentemente político en su origen, naturaleza y conducción. Es importante no perderlo de vista en un momento crucial como el que vivimos, cuando resuenan tambores de guerra en Europa e, inevitablemente, resurge el debate sobre militarismo y pacifismo.
El giro estratégico de la administración americana ha situado a Europa en el ojo del huracán de la geopolítica y ante un dilema existencial. Con la estrechez de miras de un hombre de negocios sin escrúpulos, Trump pretende alcanzar una entente con Putin para debilitar el eje Moscú-Pequín y encarar en mejores condiciones la confrontación, por lo pronto comercial, con China. La traición a Ucrania empieza a consumarse con la congelación de la ayuda militar americana comprometida y el freno a la cooperación en materia de inteligencia – un corte en el flujo de información que ha dejado a ciegas las defensas antiaéreas de Kiev frente al recrudecimiento de los ataques rusos. La UE, que a corto plazo esperaba fricciones arancelarias con Estados Unidos pero no semejante cambio de paradigma, empieza, tras la perplejidad inicial, a tomar conciencia del nuevo escenario. Ha saltado por los aires el esquema que prevalecía desde la Segunda Guerra Mundial. Aunque las cancillerías mantengan todavía un lenguaje repleto de eufemismos, tratando de no enfurecer aún más a la Casa Blanca, lo cierto es que Estados Unidos ya no es una potencia aliada de Europa. Al contrario: Trump ve a la UE como un rival en términos económicos, detesta el modelo liberal y social que prevalece en su seno… y estaría dispuesto a repartirse el viejo continente con Moscú, dividiéndolo en zonas de influencia. Así están las cosas. Cuanto antes aceptemos la realidad, mejor será.
A penas celebradas las elecciones que han hecho de él el nuevo canciller alemán, el conservador Friedrich Merz proclamaba la urgencia de construir “una verdadera independencia respecto a Estados Unidos”. Algo impensable hasta hace bien poco en Alemania, entre los acuerdos, prontamente suscritos con el SPD para la formación de un gobierno de coalición, figura la revisión de la normativa constitucional que limita el crecimiento del gasto en defensa. Por su parte, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, anunciaba esta semana la voluntad de movilizar 800.000 millones de euros para el rearme de una Europa que debería asumir de modo autónomo su propia defensa, sin contar con la protección del “amigo americano”. La discusión sobre el incremento presupuestario en defensa se ha abierto paso en todos los países miembros de la Unión. Y es que no hablamos de minucias. El 2% del PIB, que España aún no ha alcanzado, “resulta muy insuficiente dada la amplitud de la amenaza rusa – escribe el profesor de economía Jean Pisani-Ferry en las páginas de “Le Monde”, 9-10/03/2025 – y sobre todo ante el riesgo de una retirada de Estados Unidos. Emmanuel Macron y Ursula von der Leyen han hablado recientemente de elevar el esfuerzo presupuestario hasta el 3% o el 3’5% del PIB. Eso supone un esfuerzo de entre 200 y 300.000 millones de euros al año.”
Hablar de guerra y rearme resulta angustioso para nuestras sociedades. Son varias las generaciones que han nacido y crecido al abrigo de un conflicto bélico. Pero esa ha sido una tesitura histórica excepcional. Una era ha llegado a su fin. Las libertades y el bienestar alcanzados en Europa no se mantendrán – y aún menos podrán desarrollarse y extenderse – sin una áspera lucha. El giro autoritario y neo-imperialista de la política americana refleja fielmente las pulsiones expansionistas del tecno-capitalismo del siglo XXI, ansioso por desembarazarse de cualquier corsé institucional. Ha encontrado en la ira populista el ariete para asaltar la democracia. Por otra parte, la amenaza rusa es algo muy real y no sólo concierne a las naciones del Este. No falta razón a los pacifistas cuando critican el doble rasero con el que muchas veces los dirigentes europeos han denunciado la invasión de Ucrania, mientras callaban ante el genocidio de Gaza. Eso no cambia, sin embargo, el hecho de que el régimen de Putin está en guerra, no sólo contra Ucrania, sino contra las democracias europeas y el proceso histórico de su unificación política.
La guerra es consustancial a la naturaleza política de esa forma de poder que la evolución de Rusia ha configurado en las últimas décadas. Putin encarna la alianza de lo peor de la antigua dictadura burocrática – el KGB, con su proverbial desprecio por la vida humana – y una élite de oligarcas, que se enriquecieron con los despojos de la economía soviética y se hicieron con los ingentes recursos naturales del país. La guerra de conquista traduce, al mismo tiempo, una ideología reaccionaria y un imperativo económico. Semejante régimen requiere la tensión extrema del esfuerzo bélico para mantener la unidad bajo un liderazgo unipersonal indiscutible. A su vez, la industria de guerra y el propio gasto bélico – con todas las contradicciones que ello comporta – mantienen los flujos vitales de la economía rusa. La deriva de Ucrania hacia la UE, en busca de un espacio de libertades democráticas y derechos sociales, representa para el Kremlin una amenaza mucho mayor que todos los misiles de la OTAN. La prevalencia de una Ucrania democrática supondría un poderoso factor subversivo, un modelo alternativo a la autocracia. La guerra de Putin es política. Y su política es la guerra y la desestabilización de las democracias liberales, que considera decadentes y odiosas.
La extrema derecha europea, que comulga con la ideología autoritaria de Putin y de Trump, actuará en los próximos tiempos como una quinta columna en los países de la UE, denunciando su rearme. En esa cruzada pretendidamente pacifista puede que coincida con algunos sectores de la izquierda alternativa, tan genuina como ingenuamente pacifista. Pero, en este nuevo escenario, el pacifismo no es una política progresista. Simplemente, constituye un discurso de grandeza moral que enmascara una total impotencia para incidir en el curso real de los acontecimientos. Si Europa no cuenta con una capacidad disuasoria efectiva, por poco que la coyuntura le sea propicia, ningún discurso melifluo detendrá a los blindados rusos en su camino hacia Moldavia o hacia las Repúblicas Bálticas. Y nadie, ni siquiera en los países del Sur de Europa, estará a salvo de las consecuencias de la guerra y acaso del propio choque armado.
Pero hay más. La necesidad de Europa de asumir su propio destino en términos de defensa nos está llevando, como ya ocurrió con la pandemia, a lo que podría ser un “momento hamiltiano”; es decir, un momento de federalización de la UE, de prefiguración de unos futuros Estados Unidos de Europa. En efecto. El mismo Jean Pisani-Ferry pone de relieve que el incremento del gasto militar no sería sostenible ni tendría el efecto requerido “sin poner fin a la fragmentación de la industria europea de defensa, fragmentación que impide efectuar economías de escala, con los consiguientes sobrecostes. Las estimaciones de tales sobrecostes (…) superan el 50% de los incrementos previstos. El informe de Enrico Letta, presentado en abril de 2024, evocaba la cifra de 100.000 millones de euros al año.
“Otra fragmentación que habría que superar – añade – es la que se refiere a las fuerzas operativas. Para contener un ataque ruso, en caso de una inhibición de Estados Unidos, Europa debería poder movilizar rápidamente a unos 300.000 militares.” Más allá de la estructura militar que ello supone, y para la cual no todos los países tendrían el mismo compromiso, se plantea el problema financiero. “Europa ha tomado conciencia de lo que está en juego. Deberá mostrarse imaginativa y audaz. A falta de una financiación directa por parte de la UE, cabe imaginar que los países dispuestos a comprometerse en el esfuerzo de defensa creen conjuntamente un instrumento financiero especial. Ese fondo para el rearme, dotado de capital, podría tomar prestado en los mercados y prestar a su vez a largo plazo a los Estados participantes, incluido el Reino Unido. Política y financieramente, eso traduciría la voluntad de una acción conjunta. Hay que darse prisa, el tiempo apremia.”
Pero insistamos: el trasfondo de la guerra es político. Frente a la amenaza de Putin, la propia conducción del rearme será tanto más efectiva cuanto más conscientemente progresista sea. Ese rearme, destinado a defender las democracias, no puede cuestionar las conquistas sociales que las sustentan, ni acrecentar las desigualdades sobre las que galopan el populismo y la xenofobia de la ultraderecha. Por el contrario, requiere avanzar resueltamente hacia esa mancomunidad de esfuerzos que empieza a vislumbrarse. Y requiere un avance no menos decidido hacia una fiscalidad justa. Históricamente, todo rearme se ha sostenido sobre el endeudamiento y los impuestos. Hoy más que nunca, para que sea socialmente aceptable, la tributación debe ser proporcional a la riqueza. A falta de una denominación más atractiva, todo esto vendría a ser un militarismo de izquierdas. Una idea que, de entrada, será poco popular mientras pueda abrigarse la ilusión de estar a cubierto. Pero, si bien es previsible una disputa entre un enfoque militarista conservador y otro progresista, lo que no habrá en los tiempos que se avecinan es un pacifismo que sirva a los intereses de las clases populares, sino un discurso que las disgregue y adormezca ante el peligro.
Slavoj Zizek dice que la construcción europea representa una suerte de socialdemocracia. No está mal visto. Más allá de la actual disposición coyuntural de fuerzas políticas en cada país de la Unión – y del momento difícil que atraviesan importantes partidos socialistas, como el SPD o el Partido Socialista francés -, lo cierto es que, objetivamente, la unidad europea sólo consigue avanzar si aborda los desafíos en términos federales y si logra hacer bandera del Estado del Bienestar. El desarrollo histórico, superador de los nacionalismos que han desgarrado Europa, empuja hacia unos Estados Unidos de Europa. Un hito que, a diferencia de su homónimo norteamericano, supondría rebasar el marco en el que se formó el otrora poderoso capitalismo de las viejas potencias, hoy disminuidas en el marco de la economía-mundo. Pero las tendencias objetivas, incluso las más impetuosas, no necesariamente se imponen por sí mismas. La Historia está llena de promesas de progreso, frustradas por falta de un liderazgo clarividente y decidido. Si la unificación europea es una forma de socialdemocracia, mejor será que la socialdemocracia trabaje consciente y coordinadamente en ese sentido.
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