La lengua, espontánea
Las obsesiones de los ‘poderosos’, de quienes tienen la sartén por el mango, resultan nocivas y perjuiciosas cuando están dispuestos a emplear toda clase de ardides para imponerlas
Si me preguntaran qué es lo que más odio en la vida, diría que el abuso de fuerza con los demás. El abuso en todas sus formas de maltrato: no sólo físico, también moral y mental (o de conocimientos). Siempre es injusto el abuso que atropella, oprime, explota, veja, escarnece y humilla, que aprovecha una ‘superioridad’ para hacer daño a conciencia. Quien abusa se permite la malsana satisfacción de despreciar la condición personal del ser humano que sea; pero también puede dirigirse contra cualquier otro ser vivo, animal o planta, hacerles daño gratuito para someterlos, sin respeto alguno por su realidad. Esto es atroz y execrable.
Evidentemente, yo no estoy exento de cometer la tropelía que es el abuso. Por de pronto, quizá ahora esté abusando de la paciencia de mis lectores y sea un pelma. Si bien, en tal caso, hay una solución fácil e inmediata: dejar de leer y pasar a otra cosa. Aunque pudiera herir mi vanidad, alivia mi conciencia que a cualquiera le sea posible ejercer un rechazo y liberarse de mi tostón.
No siempre puede defenderse uno de forma expeditiva y limpia de las tabarras ajenas. Las obsesiones de los ‘poderosos’, de quienes tienen la sartén por el mango, resultan nocivas y perjuiciosas cuando están dispuestos a emplear toda clase de ardides para imponerlas. Les acompaña una actitud de indiscutible dominio (dan por supuesto lo que se debe hacer, tanto ellos como todos los demás), y, por si fuera poco, se hacen los ofendidos si se les contradice con argumentos. Se instalan en un asombroso y continuo victimismo, un agravio intolerable que se extiende sin límite.
Así es la práctica cotidiana de la oligarquía ideológica de Cataluña, lugar donde determinadas sentencias judiciales se pueden pasar tranquilamente por el forro; por supuesto, gracias al consentimiento del Gobierno de España. La orquesta política nacionalista (partidos coordinados para lograr su mismo objetivo supremo) no sólo tiene repelús al bilingüismo natural de nuestra sociedad, sino que lo boicotea sin cesar. Este muro de intolerancia a una expresión libre y espontánea se debe derribar. Desde la convicción de un bilingüismo desacomplejado, una desobediencia espabilada y sosegada nos permite abrirle boquetes. Al tiempo.
El mes pasado se celebró la primera Liga de debates de una universidad barcelonesa. Admirable iniciativa de unos estudiantes que merecen el mayor reconocimiento y aprecio. Asistí invitado como jurado a las semifinales y a la final. Jurados compuestos por cuatro o cinco personas. Equipos de tres o cuatro oradores. Ambiente excelente: universitario, amable, simpático, respetuoso. Una final reñida que me produjo una buena impresión. Ganó un equipo que se expresó en castellano o español, sabiendo que no podrían proseguir a la siguiente competición entre universidades catalanas, valencianas y baleáricas donde sólo se permite debatir en catalán.
El acto concluyó de forma brillante. Lo clausuró una señora del equipo rectoral que felicitó a los ganadores, poniéndoles un risueño y paternalista apóstrofe. Daba grima escuchar su impertinente alocución: lástima que no hubieran hablado en catalán, porque habrían ganado igualmente (!). El lanzamiento de un sibilino estigma de anormalidad, dirigido a estudiantes y profesores. De forma pujolista e hipócrita los animó a hacerlo en nuevas ocasiones, porque eran capaces. E invocó la universidad como lugar de convivencia. Los ganadores (una chica y dos chicos) le contestaron en catalán diciendo que uno era extremeño y los otros dos navarros (no hacía falta excusarse ni entrar en esos detalles, pero quien manda por posición, o por edad, siempre intimida). No obstante, dejaron claro que se expresaban mejor y con más soltura en castellano. Tampoco se quejaron para nada de no poder representar a su universidad en la siguiente fase; lo hará el otro equipo finalista, también excelente. Ahí queda eso.
No pedí la palabra para ensalzar el valor de la espontaneidad de la lengua, me parecía injusto ayudar a deslucir más aquella espléndida jornada. La verdad es que con este asunto siempre se pasa de puntillas y, huyendo del malestar y de la inutilidad, se evita entrar al trapo. Entendí que los estudiantes, todos los asistentes en general, no se merecían que se discutiera sobre lo que tendría que ser consabido entre universitarios y se les escatimase su merecido protagonismo. A veces hay que saber callar y limitarse a transmitir con el gesto, con la actitud.
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