En Honor a la Verdad
El régimen de Putin ha condenado a la periodista Antonina Favorskaya por "extremismo", en un nuevo ataque a la prensa libre. El periodista Marc Marginedas, en su libro Rusia contra el mundo, denuncia el carácter represivo y criminal del Kremlin. Describe cómo Rusia ha usado el terrorismo, la guerra y la propaganda para consolidar su poder. Critica también la complicidad o pasividad de líderes y medios occidentales ante estos abusos.
El pasado 15 de abril, un tribunal de Moscú condenó a la periodista Antonina Favorskaya a cinco años y medio de prisión en una colonia penitenciaria por un delito de “extremismo”. Favorskaya había seguido el periplo judicial del opositor Alekséi Navalni, muerto el 16 de febrero del año pasado en un penal del ártico. Putin no perdona a quien pretenda arrojar siquiera un rayo de luz sobre sus crímenes. No es algo nuevo: cualquier manifestación de periodismo independiente está en el punto de mira de la maquinaria represiva del régimen. Es oportuno recordarlo en un momento crítico como el actual, en que el giro estratégico de la administración americana en busca de una entente con el Kremlin sitúa a Europa ante sus responsabilidades. Unas responsabilidades que, en no pocas ocasiones, los principales gobiernos de la UE – por conveniencias económicas a corto plazo o por simple comodidad – han rehuido, confortando la impunidad de Moscú. La agresión militar contra Ucrania es hija de ese empoderamiento.
Un libro de reciente publicación – y varias veces reeditado ya –, “Rusia contra el mundo” (Ed. Península), lo pone de manifiesto a través de un riguroso trabajo de investigación periodística. Su autor, Marc Marginedas, corresponsal de “El Periódico” en distintos países, desde el Magreb a Oriente Medio pasando por Rusia, devino familiar de la opinión pública a raíz del dramático secuestro del que fue objeto durante seis interminables meses, entre 2013 y 2014, en Siria, a manos del ISIS, en plena guerra civil. El libro de Marginedas quiere rendir un sentido homenaje a sus compañeros de profesión, de las más diversas nacionalidades, asesinados por los terroristas. De hecho, el mejor homenaje que pueda tributarse a esos periodistas: la búsqueda de la verdad.
Y es que Marginedas expone fundadas razones para creer que una siniestra organización como “Estado Islámico”, que llegó a imponer un reinado de terror sobre una amplia zona del país, no sólo mantenía connivencias con el gobierno de Bashar al-Ásad – al que abastecía en petróleo -, sino que estaba profundamente infiltrado por los servicios de inteligencia rusos. En Siria libró Putin, en efecto, una de las tres guerras que nuestro autor considera definitorias y moldeadoras del sistema autocrático que ha ido consolidándose en Rusia a lo largo de “más de dos décadas de terrorismo de Estado, secuestros, mafia y propaganda” y ha convertido al Kremlin en ferviente enemigo de las democracias y gran desestabilizador de la geopolítica mundial.
La segunda y devastadora guerra de Chechenia, iniciada en 1999, fue lo que permitió afianzar la autoridad de Putin, tras reemplazar a Boris Yeltsin. El impulso decisivo hacia el poder lo obtuvo merced a una sucesión de atentados de falsa bandera, organizados desde el FSB – heredero del KGB en el que se formó el propio Putin -, y atribuidos a los separatistas chechenos, generando un clima de terror entre la población moscovita y alentando la voluntad de retomar por las armas el control de la díscola república caucásica. Los días 9 y 13 de septiembre de 1999, dos atentados contra edificios de viviendas, causando centenares de muertos y heridos, conmocionaron Moscú. En medio de un clima de terror, un primer ministro aún poco conocido alcanzó en el plazo de tres meses la presidencia del país. “Vamos a perseguir a los terroristas en cualquier lugar; si están en el aeropuerto, los vamos a perseguir en el aeropuerto; y si los pillamos en el baño, los tiraremos por el retrete y el problema se habrá acabado de una vez por todas”. La verborrea del matón conectaba perfectamente con la desazón y la rabia de la opinión pública. No era fácil asimilar la terrible verdad que algunas sospechas barruntaban desde el primer momento – y que investigaciones posteriores apuntalaron: los atentados fueron perpetrados por la propia inteligencia rusa. Así pues, el terrorismo catapultó a Putin al poder.
Toda la biografía de Putin está entrelazada con estos métodos criminales, hasta el punto de que cabe preguntarse, como hace Marginedas, si su régimen no ha transformado plenamente a Rusia en un Estado terrorista. En los inicios de su carrera en el KGB, desde su puesto en Dresde, en la otrora Alemania Oriental, Putin podría haber actuado – según toda una serie de indicios – como enlace y proveedor de fondos a organizaciones armadas que operaban en distintos países de Europa, como “Acción Directa” en Francia o el grupo de Baader-Meinhof en la RFA. Por otra parte, el asesinato de opositores y disidentes se ha consolidado como una práctica habitual, tanto en el interior de Rusia como en el extranjero. En el país, uno de los más recordados es el de la periodista Ana Politkóvskaya, abatida por un pistolero el 7 de octubre de 2006. La investigadora, que había sido objeto de secuestro y envenenamiento con anterioridad, desarrolló una intensa labor de documentación y denuncia de las atrocidades cometidas en Chechenia por el ejército ruso, el FSB y las milicias locales afines a Moscú. La figura de Politkóvskaya se ha convertido en todo un símbolo de periodismo comprometido con la verdad. En el extranjero, una de las actuaciones de los esbirros de Putin que mayor resonancia alcanzó fue el asesinato del exagente del FSB Aleksandr Litvinenko, envenado con polonio en Londres, pocas semanas después.
Cabía esperar que una acción tan cruel, cometida en un país occidental, hubiese suscitado una reacción enérgica de las autoridades frente a la osadía del Kremlin. No fue así. Y esa tolerancia hacia Putin no ha hecho sino confortarle en la creencia de que nadie se interpondría en su camino. No fue hasta diez años más tarde, tras un calvario judicial, que Marina, la viuda de Litvinenko, obtuvo una sentencia judicial estableciendo la verdad sobre el crimen. Para entonces, “Putin había ya mostrado su verdadero rostro al mundo anexionándose, en 2014, pedazos de Ucrania. (…) El veredicto llegaba demasiado tarde como para desincentivar al Kremlin de continuar envenenando y asesinando a personajes molestos refugiados en Occidente”. El gobierno laborista de Gordon Brown, es cierto, rehusó hacer la vista gorda, pidió explicaciones e impuso algunas sanciones a Rusia. “Pero ninguno de los países afectados de refilón por el incidente. En particular Alemania. Donde se encontraron restos de polonio en el apartamento del cómplice Kotvun, quisieron secundar la postura de Londres, probablemente temerosos de contrariar a Moscú.” Tras la victoria de los conservadores en 2010, David Cameron dio carpetazo al asunto, viajó a Moscú… y centró las relaciones bilaterales en los negocios. Business as usual. Aunque para negocios, los que realizaba Alemania, adquiriendo el gas ruso a un precio que le permitía sostener la competitividad de su potente industria. No en vano Gerhard Schröder, excanciller de marcado perfil social-liberal, se hizo amigo personal de Putin y en 2017 fue nombrado presidente del consejo de administración de Rosneft, la gran compañía petrolera rusa. (Aún ahora, tras todo lo acontecido, no faltan industriales alemanes que fantasean con que Trump adquiera el gasoducto Nord Stream, y el preciado bien, con un sello menos comprometedor, vuelva a fluir desde Rusia como en “los buenos tiempos”).
Junto a esos métodos siniestros, continuadores de la época estalinista, las guerras se han revelado consustanciales al régimen. “Chechenia, Siria y Ucrania son las tres guerras de Putin, unidas por un cordón umbilical e iniciadas – semántica oficial de Moscú aparte – de acuerdo con una misma justificación: recuperar para Rusia el estatus de superpotencia imperial que un día detentó la URSS. Se ha recurrido a las mismas tácticas militares, se han cometido los mismos crímenes, las ofensivas e incursiones han sido diseñadas por los mismos oficiales y materializadas por los mismos actores…” El asedio deMariúpol y la matanza de Bucha dan fe de ello. “En lugar de golpear en primer lugar allí donde el enemigo puede presentar resistencia armada, como bases o posiciones militares, los mandos rusos prefieren bombardear objetivos civiles, buscando, mediante el terror, enviar dos mensajes: uno a la población, haciéndole entender que cualquier forma de oposición es inútil, y otro al ejército defensor, que se considera protector de los civiles y que entiende que, cuanta más resistencia presente, más sufrirán los habitantes.”
Y quien dice guerra y terror, dice propaganda y desinformación. Chechenia fue “una operación antiterrorista”, en Siria se trató de “una operación humanitaria” y en Ucrania se desarrolla actualmente “una operación militar especial”. Como demuestra la investigación de Marginedas, el Kremlin dedica grandes esfuerzos a la seducción, compra o chantaje de periodistas, diplomáticos, políticos y todo tipo de personalidades susceptibles de influir en la opinión pública occidental. He aquí un elemento más de continuidad con el proceder de la burocracia soviética en los años treinta. Si bien “la propaganda del siglo XXI no busca convencer a nadie, simplemente intenta sembrar dudas, para generar escepticismo e indiferencia. Si haces dudar a la gente, ganas”, sostiene el estudioso de la desinformación Scott Lucas. Ese es el registro sobre el que ha actuado la extrema derecha europea, amiga de Putin. Pero, desgraciadamente, no sólo ella. También desde sectores de la izquierda radical se ha propugnado un pacifismo estético, teñido de insoportable neutralidad entre una potencia agresora y una nación invadida. Marginedas señala con amargura algunas destacadas “voces que agradan al Kremlin en España”. Y en esa abigarrada coral, junto a diplomáticos como Fernando Valderrama Pareja, exembajador en Rusia, personalidades políticas como García-Margallo, antiguo ministro de Exteriores con Rajoy, o intelectuales como el escritor Arturo Pérez-Reverte y el pintor Augusto Ferrer-Dalmau (autor de un cuadro muy celebrado en Moscú, “Alepo, la ayuda ha llegado”, glosando una pretendida acción solidaria ruso-siria en la ciudad con cuya población se ensañaron las tropas de Ásad y la aviación rusa), figura nada menos que Pablo Iglesias.
Marginedas llama la atención acerca de la incorporación a Canal Red de la propagandista Inna Afinogenova, anteriormente vinculada al canal gubernamental ruso RT en español, poco después de iniciarse la guerra de Ucrania. “Desde sus inicios, Canal Red, en el que Afinogenova constituye una de las figuras más destacadas y mediáticas, se ha alineado con Rusia y sus narrativas en multitud de ocasiones: en 2023 participó en una campaña de ridiculización, lanzada desde diversos medios de comunicación latinoamericanos pertenecientes a la izquierda populista contra Gabriel Boric, el presidente de Chile y único líder izquierdista de peso en América Latina que ha condenado sin titubeos la invasión rusa de Ucrania.” Y es que la última guerra de Putin no sólo se libra en las planicies del Este. También reviste una forma híbrida a través de diversas tentativas de desestabilización de las democracias europeas, recurriendo ante todo a la intoxicación informativa.
Por eso resulta tan valiosa la labor de desenmascaramiento que lleva a cabo Marginedas. Al fin y al cabo, nos hallamos ante un régimen que refleja los rasgos más deleznables “del tipo de sociedad que se ha gestado en el país después del colapso de la URSS, recuperando los hábitos de la época zarista, cuando predominaban las enormes desigualdades sociales y el imperio estaba gobernado por una indolente y egoísta aristocracia”. Cada sistema acaba escogiendo a quien mejor encarna sus rasgos constitutivos. Y Putin, un personaje acomplejado y vengativo, dolorosamente consciente de su mediocridad – que compensa con astucia, brutalidad mafiosa y un desprecio absoluto por la vida humana aprendido en la escuela del KGB -, personifica el liderazgo natural, temible y protector, de esa cleptocracia. Ese es el socio con quien Donald Trump querría hacer negocios, mercadeando con el destino de Ucrania y la suerte de la UE. Debemos ser conscientes de los dilemas a los que nos enfrentamos. No es fácil orientarse en medio del incesante bombardeo de fake news y narrativas engañosas. Bienvenida, pues, la ayuda de quienes entienden su oficio como un compromiso, exigente y arriesgado, con la verdad.
Lluís Rabell
20/04/2025
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