China hoy vive el menor ritmo de crecimiento de las últimas décadas y su voracidad económica, con el predador endeudamiento que genera, se resiente ante la guerra comercial con Estados Unidos. A la vez, aún carece, por prudencia y falta de fuerza, de una plataforma de bases militares en el extranjero para desarrollar una hegemonía plena a través del collar de perlas.
La expansión de China sufre significativas trabas: el poder marítimo de las omnipresentes Fuerzas Armadas de los Estados Unidos y los circundantes rivales históricos o con control de los cuellos de botella; desde Japón, que da forma a su plan de rearme valorado en 242.000 millones de dólares durante los próximos 5 años, pasando por Corea del Sur, Filipinas o Vietnam, hasta la India, pieza clave en el flujo por el estrecho de Malaca de los recursos necesitados por los chinos.
Con su economía estancada, los métodos y los propósitos de Rusia son más enrevesados: en su área de influencia directa agarrota sus vecinos mediante dependencia o el patrocinio de Estados no reconocidos como Abjasia.
Por otro lado, Moscú muchas veces muestra cierto pragmatismo en su política exterior: el reciente y sorprendentemente efusivo saludo de Putin con el príncipe Mohamed bin Salmán en el G-20 presagia que Arabia Saudita puede entrara formar parte de ese extraño engrudo geopolítico segregado por el Kremlin para prevalecer.
Al mismo tiempo, el fracking estadounidense empuja a Riada conseguir una cooperación más estrecha con Rusia en la administración del precio del crudo. Y la CIA ha hecho público el apoyo de la República Islámica de Irán a Al Qaeda durante los últimos 15 años, lo cual ha servido de excusa para mantener el pulso con Teherán; la entrada en vigor de las nuevas sanciones ha provocado que la persiana de Persia vuelva a caer.
Sin embargo, esta creciente focalización en las acciones sauditas fuerza a encontrar algunas justificaciones para atenuar la imagen poco creíble que proyecta la alianza entre la democracia más antigua del mundo y una de las pocas monarquías absolutas de la actualidad.
Junto a las tímidas reformas que el príncipe Salmán ha emprendido, existe otra excusa medianamente útil: Arabia Saudita, baluarte del sunismo y del wahabismo, directa e indirectamente, ha financiado a extremistas en todo el mundo. No obstante, aunque los efectos sean similares, hay una importante diferencia con su principal enemigo: el mando supremo de Irán está en manos del clero chií de los ayatolás, mientras que la familia real saudí está por encima de los religiosos, lo cual se ha visto claramente con las recientes purgas.
Una talasocracia como Estados Unidos está obligada a navegar entre teocracias y dictaduras para desplegar y mantener el divide et impera entre amigos y enemigos ostensibles o simbólicos. A una Europa hambrienta de gas le corresponde una identificación positiva en ese juego.
A pesar de la retórica, poco ha cambiado en el rumbo del Pentágono en la era Trump; los despliegues de tropas en Europa se han incrementado. Sin embargo, con el constante vaivén de rostros en la Casa Blanca, es difícil predecir los próximos movimientos: la renuncia del Secretario de Defensa y la verbalización de una retirada de Siria y Afganistán sacuden una vez más los checks and balances.
Con todo, más allá del gobierno de turno y su tendencia al repliegue, la Pax Americana no gravita sobre un poder puramente económico o una opaca influencia disgregadora. La imposibilidad de un mundo equilibradamente multipolar radica en el carácter multiforme de la supremacía de Estados Unidos, exclusiva capacidad que lo hace ser la única superpotencia.
40 años después de las reformas de Deng Xiaoping y en el 30º aniversario de la represión de Tiananmen, China debería ir profundizando otros aspectos de su apertura más allá de lo material. De igual modo, Rusia, a casi 30 años del inicio del derrumbe soviético, tendrá que reconfigurar su propuesta para intentar pasar del poder afilado a uno más constructivo.
Entretanto, Estados Unidos, a 50 años de la investidura de Richard Nixon como presidente, además de seguir intentando mitigar el tradicional aislacionismo de parte de su población hoy encarnado en su profano mandatario, tiene la obligación de vender mejor algunas alianzas y recordar las más importantes; aquí aparece Europa que, con el Tratado de Lisboa cumpliendo una década, transita un momento clave para vislumbrar si está más cerca de hundirse en el canal de la Mancha o devolver a surcar el océano Atlántico.
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