China está envuelta por tres capas superpuestas que limitan su poder: la primera cuenta con cuatro puntos; en el oeste continúa la tensión étnica de Sinkiang y el Tíbet, mientras que en el este se reafirma el desafío político de Hong Kong y Taiwán. La segunda capa es la que forman los países rivales circundantes como Japón, Corea del Sur, Filipinas, Vietnam o India. Por último, la superpotencia estadounidense representa la tercera membrana que parece más bien una cáscara.
La capa inicial es básica, pues, China, además de jugarse la imagen ahí, solo puede encontrar la posibilidad de volverse una talasocracia a través de Taiwán, y sin Hong Kong perdería su principal centro financiero. Entretanto, en la siguiente capa debe fortalecer la cooperación con contrapesos como Pakistán.
Estados Unidos, la parte más maciza que restringe la vaga voluntad imperialista del gigante asiático, continúa siendo obstáculo y oportunidad en el ámbito económico. En la guerra comercial la respuesta china es moderada. Sin embargo, Washington presiona cada vez más, olvidándose que no está tratando con un país dependiente como México; aunque los aranceles sean nocivos, Pekín está en posición de contrarrestarlos.
En un plano geoestratégico, China espera obligar a las fuerzas estadounidenses a operar lo más lejos posible de sus propias costas, actitud defensiva que, junto a la avidez mercantil, puede terminar siendo un impulso.
El esquema de las tres capas sobre China se complica cuando aparece en escena Rusia. Ante la guerra comercial y las sanciones, es lógico que se consolide el acercamiento entre Moscú, que espera las amenazas desde el oeste, y Pekín, que las observa en el este.
Frente a la conexión sino-rusa en tecnología, energía, defensa y seguridad, resurge el ejemplo de Kissinger: esta vez el oso es más fácil de amaestrar que el dragón. Para fracturar la aproximación de ambos colosos, Washington debe potenciar los inveterados temores de muchos rusos, los cuales se intensifican por el avasallamiento económico de China sobre las áreas de influencia de Moscú. Muchos analistas rusos piensan que China, por su necesidad de energía y territorio, es la principal amenaza para su país; las antiguas disputas fronterizas son un recordatorio.
Las contradicciones se manifiestan por medio de los entrecruzamientos con rivales y aliados: Pekín compra tecnología de defensa en Ucrania, al tiempo que Rusia suministra armas a Vietnam o India. Asimismo, la creciente búsqueda de influencia de Moscú en África se toparía con la omnipresencia de China en ese continente, o sea, los roces se propagan por toda la Isla-Mundial conceptualizada en la teoría del Heartland.
Por todo esto, la asociación estratégica de China y Rusia no parece dirigirse hacia una sólida alianza, sino a una colaboración pragmática en determinados sectores.
Por su parte, al asimilar su papel de única superpotencia, Estados Unidos se despoja del ánimo imperialista para adoptar un carácter imperial más maduro que reconoce la necesidad de dosificar sus fuerzas ante el desgaste del poder exclusivo. No obstante, seguirá haciendo lo de siempre: superar tecnológicamente irradiando su cultura, dividir con la diplomacia y desgastar militarmente desde el mar controlando el comercio, es decir, fortalecer cada una de las capas.
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