​Ferdinand Oyono: “El boy”, la vida de un niño camerunés en tiempos de la colonia

Las antiguas sociedades coloniales europeas en África crearon una amplia panoplia de oficios serviles que eran una forma de explotar laboralmente a la población nativa.

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Las antiguas sociedades coloniales europeas en África crearon una amplia panoplia de oficios serviles que eran una forma de explotar laboralmente a la población nativa. Una de ellos era el oficio de boy que normalmente desempeñaba un adolescente de raza negra -excepcionalmente una chica, aunque en este caso el servicio podía tener otras connotaciones- y que consistía en la prestación de un trabajo doméstico. Es decir, era como una especie de criado. En Güera, población meridional del antiguo Sáhara español, en los años setenta del siglo XX se introducían ilegalmente desde Mauritania algunos muchachos jóvenes procedentes otros países africanos que trabajaban como criados en las casas de los saharauis y también de algún español. Se les conocía coloquialmente como boys y percibían un modesto estipendio que creo recordar era de unas 1.000 pesetas, además de la manutención y la vivienda.


Nada que ver estos últimos boys con los de épocas pretéritas, cuando el régimen colonial se ejercía con extraordinaria dureza en los territorios bajo administración francesa. Uno de ellos, el Camerún, inicialmente colonia alemana pero, que tras la derrota de este país en la primera guerra mundial, quedó bajo mandato de la Sociedad de Naciones que encomendó su administración en parte a Gran Bretaña y en parte, a Francia. Es en esta última zona en la que el escritor camerunés Ferdinand Oyono sitúa al protagonista de su novela “La vida d’un boy” que publica en traducción catalana Wanáfrica ediciones.


Toundi, adolescente de la etnia maka que pertenece al tronco bantú, huye de su familia a causa de trato vejatorio que recibe de su padre y es protegido por un sacerdote católico, el padre Gilbert, en la misión de Dangan. Con la mala fortuna que el religioso fallece tempranamente en un accidente de tráfico y entonces el muchacho es contratado por el comandante francés de la región, un personaje atrabiliario, imprevisible y despreciativo. Su situación empeora cuando llega de Europa la mujer del comandante, una ninfómana que le pone los cuernos con otro europeo, el director de la cárcel, situación que Toundi y el resto de los trabajadores nativos de la residencia están obligados a contemplar en silencio pero que al muchacho le produce la malquerencia de la señora. 


Al final es acusado injustamente de un robo y cae en manos del amante de la mujer, que le encarcela y manda azotar hasta quedar al borde de la muerte. Se salva ocasionalmente de ella cuando, internado en el hospital consigue huir de noche hasta encontrar refugio en la Guinea española.


Oyono describe con maestría el odioso racismo colonial que imponía una separación abismal entre blancos y negros (lo que no impedía la cohabitación de algunos europeos con mujeres nativas), el desprecio generalizado de los europeos hacía los nativos, considerados apriorísticamente vagos, ignorantes y ladrones y la contrarréplica de éstos, que se burlaban de aquellos en la lengua materna que sus amos no entendían -entre otras razones, por su condición de “incircuncisos”-, en contraste con la vida aislada de la población blanca que se reúne, cotillea y critica en el “club europeo” de la ciudad. El libro es, por tanto, una denuncia del sistema colonial, de la explotación de la población nativa, de las injusticias que padece y de las arbitrariedades y maltrato que soporta. También de una evangelización punto menos que forzosa, cuyo mensaje religioso no coincide luego con la conducta de los colonizadores.


El autor introduce elementos satíricos como el del orgullo del líder local satisfecho por haber sido admitido a sentarse entre los blancos, las dudas lacerantes de por qué las mujeres blancas valen más para algunos nativos que las negras, mientras que otros son incapaces de advertir belleza en una mujer blanca,  la incomprensible razón por la que los blancos prohíben a los nativos tener relaciones con mujeres de su raza, la sorpresa del boy cuando dice “yo creía que los blancos y los negros no podíamos dormir juntos”, o la divertida escena en que los niños de la escuela interpretan una canción en una lengua ininteligible que no es ni francesa, ni nativa, un verdadero “pichinglis”. Y, en fin, la estupefacción de los cameruneses al comparar la colonización alemana y la francesa y comprobar que “solo ha cambiado la lengua”.



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