”La reina del exilio”, una novela histórica y un triángulo amoroso sobre la corte en el exilio de Isabel II
Esta diversidad de personajes -unos reales, otros imaginados- da pie a contextualizarlos en diferentes ambientes y así si el eje central de la trama novelesca es el palacio de Castilla, los antecedentes de algunos de aquellos hay que buscarlos en Madrid o en el París de la época
La historia de la casa real española ha sido particularmente asendereada en los dos últimos siglos. Únicamente Alfonso XII y la reina viuda, María Cristina, finalizaron su reinado de la forma prevista: el primero por su fallecimiento y la segunda, por el término de la regencia tras la mayoría de edad de su hijo. Todos los demás fueron depuestos en algún momento (Carlos IV, Fernando VII, la reina gobernadora, Isabel II, Alfonso XIII), huyeron (José I) o abdicaron (Amadeo I y Juan Carlos I) Y cada una de estas renuncias fue el resultado de una concatenación de hechos anteriores. Aunque ahora mismo tengamos la vista puesta en la peripecia que rodea a quienes constituyen en la actualidad la casa real de nuestro país, mucho más asendereada fue, sin duda alguna, la de su antecesora la reina Isabel, proclamada jefe del Estado en plena adolescencia, carente de la más mínima preparación para el ejercicio de su alta función, circunstancia que la convirtió en juguete de los políticos del momento, y obligada a celebrar un matrimonio de conveniencia con su primo Francisco de Asís, enlace que ninguno de los dos deseaba y que dio lugar a una vida amorosa llena de lances picantes y consecuencias históricas.
Herminia Luque toma como eje de su novela “La reina del exilio” (Edhasa) a Isabel II en la última y larga etapa de su vida cuando, destronada por la revolución de 1868, fue acogida en principio por Napoleón II y la emperatriz Eugenia y se quedó ya para siempre a vivir en París, donde adquirió la propiedad del palacio Basilewski que renombró de Castilla. Un período más largo que el de su reinado puesto que si ocupó el trono entre 1844 y 1868, vivió en el exilio francés entre ese año y el de su muerte en 1904. Tan prolongada etapa, con algún viaje esporádico a España, donde Cánovas no le quería ni ver en pintura y Sagasta le ataba corto, dio lugar a que en torno a la reina depuesta se formara una corte de nobles, servidores y advenedizos.
Conocida la insatisfacción afectiva de Isabel articula un triángulo amoroso entre ella y su lectora Otilia, que se disputarían secretamente los favores del enigmático Julio Uceda, sustituto en la secretaría de la reina y en sus favores de Ramiro de la Puente, marqués de Alta Villa y, en el fondo, agente secreto al servicio de Sagasta, cuyas maniobras le condenan a un trágico final. Quiere la autora que la tal Otilia hubiese sido preconizada a dicho puesto por su compañera de hospicio, Elena Sanz, cuyas excelentes dotes líricas le arrancaron de la miseria y la convirtieron en afamada cantante de ópera y en amante de Alfonso XII. Una amante, por cierto, excepcionalmente respetada por la reina madre, que la denominaba “mi nuera ante Dios”.
Esta diversidad de personajes -unos reales, otros imaginados- da pie a contextualizarlos en diferentes ambientes y así si el eje central de la trama novelesca es el palacio de Castilla, los antecedentes de algunos de aquellos hay que buscarlos en Madrid o en el París de la época. Luque refleja muy imaginativa y verosímilmente el tono decadente que se vivía en la residencia real, con una corte formada por la condesa de Solaz, la marquesa de Castro del Río, el marqués de los Bérchules o el desafortunado vizconde de Huércal Overa, entre otros, en contraste con la tristeza e indigencia del hospicio en el que se crio Teresa/Ofelia, los ambientes populares o de gente principal en los que desenvolvió su precedente vida laboral o la lobreguez del mueblé parisino en que compartió lecho con su amante.
En cada uno de ellos, la autora utiliza el leguaje que se le supone propio de cada cual y así hay, frente a un uso generosos de términos cuyo exacto significado es preciso desentrañar acudiendo al diccionario (tolanos, siesa, esportillero, paulonia, jamuga, calsines, argadillo, anafe, rubefacción, cachetero, jáquima, alebrestarse, perlar, lipidia, resplandina, rengo y un largo etcétera) a otros propios del habla popular barriobajera, detalles que ciertamente enriquecen a un lector como el de hoy en día, habituado por otros autores a un lenguaje cada vez más plano, por no decir escasamente imaginativo e incluso paupérrimo.
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