“La zapatilla por detrás”: una novela sobre la aparente incomunicación de ciertas patologías y el egoísmo familiar
No sé si a ustedes les pasa, pero puedo decir que muchas veces, cuando empiezo a leer una obra de ficción, advierto de inmediato que su planteamiento me recuerda algunas situaciones reales vividas o conocidas por mí mismo.
No sé si a ustedes les pasa, pero puedo decir que muchas veces, cuando empiezo a leer una obra de ficción, advierto de inmediato que su planteamiento me recuerda algunas situaciones reales vividas o conocidas por mí mismo. El destino quiso que me enfrentase a dos situaciones parecidas de personas que, bien por un accidente vascular, bien por demencia senil, adolecían de la imposibilidad de comunicarse. Lo sorprendente era que, en medio de su mirada errática y de sus silencios, de vez en cuando llegaba algún palabra o alguna respuesta con sentido. ¿Qué había que hacer? Llegué a la conclusión de que lo más prudente era hablar con esas personas con normalidad, como si fuera capaces de entender lo que se les decía, en la hipótesis de que, a lo mejor, era así y que sólo les resultaba imposible articular una respuesta.
Pues bien, empiezo a leer “La zapatilla por detrás” de Javier Oliva (Editorial Ledoria), novela que, por cierto, quedó finalista del premio Nadal 2019, y me encuentro con una trama análoga: un hombre que, a causa de un accidente vascular, queda en estado aparentemente vegetativo pero que, sin embargo y pese a la plena incapacidad no ya de moverse, sino también de hablar, el oído es el único sentido que le funciona y por tanto es perfectamente capaz de escuchar y entender.
En este contexto, vive tres escenarios diferentes: la clínica en la fue internado cuando se produjo el accidente, su propio domicilio, al que le envían los médicos cuando consideran que no pueden hacer más por él y finalmente la residencia de la tercera edad en la que se recluye a todos aquellos cuya familia considera que no puede atenderlos directamente. Todo el mundo cree, y sus hijos los primeros, que no hay nada que hacer, salvo esperar a que fallezca e incluso alguno de ellos es partidario de agilizar este último paso. En todo caso, tanto la hija, lesbiana y pendiente de contraer matrimonio con su amiga de toda la vida, como los dos varones, uno de ellos obsesionado, por la presión de su mujer, en la necesidad de enviar a su prole a estudiar a Estados Unidos y el otro, soltero, con la perspectiva de entrar como accionista en una bodega, sólo piensan, ya que parece difícil facilitar el último tránsito de su padre, al menos proceder a su incapacitación jurídica para poder así repartiese sus bienes. Pero el enfermo, además de oír, experimenta una progresiva mejoría en sus articulaciones hasta llegar al punto en que puede valerse por sí mismo e incluso a hablar, situación que oculta para averiguar a dónde son capaces de llegar sus descendientes en su inhumano egoísmo.
La trama es desarrollada con suma habilidad por Javier Oliva que fabula en torno un proceso de recuperación que podía hacer caído con facilidad en la reiteración, pero que está lleno de anfractuosidades, de tal manera que el lector nunca pierde el interés por lo que le va a seguir ocurriendo al protagonista. Logra, además, evitar el peligro de segmentar los personajes en buenos - o bueno, el sufriente protagonista- y malos -los hijos, el amigo agraviado-, porque aquél tampoco es inocente y la conducta que mantuvo durante la enfermedad y tras muerte de su mujer invita a pensar en un insospechado castigo de sus errores. Aquí la única buena de verdad es la joven masajista dominicana, que le trata con cariño pese a estar convencida de su situación terminal. Por otra parte, Oliva atenúa el dramatismo de las situaciones con la administración de una sana ironía y unos toques de buen humor que hacen más digerible la tragedia humana.
Tras el interés puramente literario de la narración hay un planteamiento evidente, cual es el del trato que damos a nuestros ancianos y, sobre todo, a aquellos que, por cualquier patología, física o mental, no pueden valerse por sí mismos. Y en este último supuesto, hasta qué punto es lícito suponer que aquellos a los que les resulta imposible comunicarse, están realmente aislados del mundo y no pueden ni oír, ni comprender, o tienen sencillamente una pared que les impide exteriorizar su pensamiento. También es muy significativa la conducta de quienes, por su proximidad familiar, resultan más obligados y que no siempre son los mejor predispuestos a ofrecer su ayuda, aunque el autor opta por un final feliz en el que todos resultan a la postre redimidos.
Si “La zapatilla por detrás” tiene todos los ingredientes necesarios para entretener, lo más importante es que invita a pensar sobre cuál sería nuestra propia conducta en casos análogos. Y es que, si bien Oliva opta por una conclusión esperanzadora, esto no quiere decir que vaya a ocurrir siempre en la realidad. ¿Más bien casi nunca?
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