“Celia en la revolución”: la visión objetiva y equidistante de Elena Fortún sobre la guerra civil española

Debo a mi hermana Isabel el placer de haber podido disfrutar durante mi infancia de las aventuras de Celia Gálvez y su hermano Cuchifritín y he tenido la satisfacción de comprobar que también mis hijas disfrutaron de esos mismos cuentos que escribió hace más de ochenta años Elena Fortún

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Libros   Celia en la revolución

 

Debo a mi hermana Isabel el placer de haber podido disfrutar durante mi infancia de las aventuras de Celia Gálvez y su hermano Cuchifritín y he tenido la satisfacción de comprobar que también mis hijas disfrutaron de esos mismos cuentos que escribió hace más de ochenta años Elena Fortún, aunque ellas tuvieron el privilegio de verlos, además, plasmados en la versión audiovisual que hizo hace algún tiempo Televisión Española. Los está reeditando con muy buen criterio la Editorial Renacimiento porque son obras clásicas que no pierden su vigencia, aunque quizá ahora mismo se necesario explicar a los posibles lectores actuales algunas de las cosas que dicen porque las familias burguesas no son como la de los señores Gálvez de Montalbán, ni el Madrid o las ciudades españolas de los años treinta son iguales que las de ahora.


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Renacimiento acaba de publicar “Celia en la revolución”, la última de las obras de la serie que escribió su autora (Encarnación Aragoneses en la vida real) desde el exilio argentino y la más autobiográfica de todas. En ella una Celia, hija ya adolescente de un burgués venido a menos y convertido en militar del Ejército Popular, vive en Madrid, Valencia y Barcelona, las tres capitales de la república en guerra, sufre los avatares de la contienda y explica con ingenuidad, pero muy verazmente, los desmanes cometidos por unos y por otros. Desde las sacas, los paseos y las checas, a los bombardeos inmisericordes de las poblaciones civiles, así como, por supuesto, la tortura de no tener nada que comer, de sobrevivir diariamente con un racionamiento de 40 gramos de lentejas que algún día se sustituyen por alpargatas -“la preocupación por la comida me vacía el pensamiento” musita una Celia entristecida- o de no saber cómo enterrar a los muertos -muchos de hambre- por falta de madera para hacer ataúdes. Todo ello en una España que ha cambiado profundamente y en la que es posible que la chica encuentre al antiguo jardinero de su casa convertido en capitán del Ejército o vea el funcionamiento de la escuela unificada. Pero también que desde su casa de Chamartín de la Rosa observe un Madrid en que “al desbordamiento gritón de los primeros días sucedió el silencio, la tristeza, el miedo a algo que viene…”.


En “Celia y la revolución” los buenos y los malos no están en este o en el otro lado, los hay en ambos. Al abuelo de Celia le fusilan los insurrectos en Segovia nada más iniciada la guerra y al hermano de su íntima amiga María Luisa los republicanos. Además, hasta los presuntamente buenos son capaces de convertirse en criminales. Hay un diálogo estremecedor de la muchacha con su casi novio, el bonachón miliciano Jorge Medina -caído luego en el Ebro- que le dice:


“-Es que somos salvajes… verdaderos salvajes… Todo lo que se llama civilización y cultura es un barniz clarito que se nos cae al menor empellón… ¿Queréis revolución?


-¿Yo?


-No, mujer… hablo al incógnito que la ha armado… ¿Queréis revolución? ¡Ahí la tenéis… Todos somos unos asesinos.


-Tú no.


-Yo también.


-Pero ¿tú no habrás fusilado a nadie?


-Si, hija, sí… como cada hijo de vecino… Fue en los primeros tiempos… Cuarenta canallas y ¡pum!... ¡Sólo cayó el obispo! Todos le habían disparado a él y le habían acribillado… Otra vez tuvieron que formar la fila y disparar… algunos corrieron y los cazamos… Vamos, mujer, ¿estás llorando? ¡Mujer! Te aseguro que yo no era yo… ¡Si soy incapaz de matar una mosca! … Es eso… es el salvaje que llevamos dentro… el contagio… la honrilla de que no le crean a uno blandengue…”.


No es necesario añadir más. Sólo decir que en unos tiempos en que a los españoles nos ha dado por volver a revisar lo ocurrido hace ochenta años, la lectura de esta obra de Elena Fortún es esclarecedora… e instructiva.   


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