María Teresa León, musa y compañera de Alberti, recuerda su vida y su lucha en “Memoria de la melancolía”

En “Memoria de la melancolía” hay muchos recuerdos familiares pero, sobre todo, noticia puntual, aunque desordenada, de las diversas etapas de su vida

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Libros   Memoria de la melancolía

 

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“Si, abuela, me voy, sigo el viaje. He regresado para decírtelo. Rafael y yo no desuniremos nuestras manos jamás” dice María Teresa León en una de las páginas de su “Memoria de la melancolía” (Renacimiento) y lo cierto es que la autora y Alberti vivieron juntos muchos años en feliz matrimonio, después de haber renunciado ella a un primer enlace y él a un amor juvenil con Maruja Mallo. Pero, lo que son las cosas, cuando volvieron ambos a España después de un largo exilio que los llevó a viajar por el mundo y a residir en Buenos Aires y Roma, desunieron esas manos porque León, afecta de una patología degenerativa, fue ingresada en una residencia y Rafael se casó con María Asunción Mateo. La vida no es siempre como nos imaginábamos que habría de ser…


María Teresa León, hija de un coronel del Ejército, pasó su infancia rodeada de hijos e hijas de militares -tuvo como compañeros de juegos a los vástagos de Dámaso Berenguer- pero poseyó a la vez fuertes ligazones intelectuales familiares (sobrina de Menéndez Pidal) y fue mujer culta, que hizo carrera universitaria y escribió una treintena de libros, entre ellos estas memorias que son una verdadera exquisitez literaria, tal es la belleza del lenguaje y la maestría con que trenza evocaciones y recuerdos personales, contextualizaciones ambientales y evanescencias poéticas.


Ejerció como musa del poeta de El Puerto de Santa María, del que recibió como primer regalo su «Marinero en tierra», pero le ocurrió lo mismo que cuenta de Zenobia Camprubí: “Zenobia Camprubí acaba de recibir el premio Nobel. Me diréis. No, estás confundida, el premio Nivel fue para Juan ramón Jiménez. Pero yo contestaré: ¿Y sin Zenobia, hubiera habido premio?”. Y es que tuvo que soportar lo que tantas otras tantas mujeres de su generación (María Lejárraga, María de Maeztu, María Goyri, María Baeza o Encarnación Aragoneses) cuya ejecutoria personal quedó velada a la sombra de un hombre o sencillamente fue ignorada.


En “Memoria de la melancolía” hay muchos recuerdos familiares pero, sobre todo, noticia puntual, aunque desordenada, de las diversas etapas de su vida y muy en particular de la guerra civil que, por cierto, le pilló con Alberti en Ibiza, isla que al principio se había unido la sublevación (“durante veinte días vivimos en el monte”) antes de que el capitán Bayo la reconquistara. Mujer progresista, vinculada al PCE, intervino en la contienda desde la trinchera cultural participando junto a Alberti en la Alianza de Intelectuales Antifascistas, hizo teatro y adquirió un protagonismo esencial cuando, con una orden firmada por Largo Caballero, a la sazón presidente del Consejo, en las manos, inició la evacuación a Valencia de los tesoros del Museo del Prado -amenazados por los bombardeos de los nacionales. Con el desmoronamiento de la España republicana se incorporó desde Orán a la diáspora de los vencidos.


Las páginas de estas memorias es un cumplido catálogo de la intelectualidad, principalmente literaria, del siglo XX: Antonio Machado (“Yo conocí a Antonio Machado casualmente” y le reencontró durante la guerra, pero entonces “vi otro Machado, un hombre en pie, ofreciendo sus brazos, ya que sus piernas flanqueaban, para la defensa de Madrid”), Federico García Lorca (y a su novio, el valiente ingeniero Rodríguez Rapún, que murió combatiendo en el Norte), Miguel Ángel Asturias, León Felipe, Nicolás Guillén, Pablo Neruda, Hemingway, Diego Rivera, Eisenstein, Máximo Gorki, Picasso, Ignacio Sánchez Mejías y un largo etcétera en el que no faltan militares, de carrera o voluntarios -Hidalgo de Cisneros, Modesto, el comandante Carlos…- y políticos, el más importante, sin duda, “el camarada Stalin” (“Nos sonrió. Tenía los dientes cortitos, como serrados por la pipa. Nos pareció delgado y triste, abrumado por algo, por su destino tal vez”; les informó de la derrota italiana de Guadalajara y continúa León: “el antifascismo del mundo celebrará para siempre jamás esa fecha. Stalin Sonreía. Nos sentimos seguros. Y hablamos”, pero no añade ni una palabra de censura al tirano culpable de millones de muertes de sus propios connacionales).


Llama la atención que María Teresa León no haga referencia en sus memorias a su quehacer literario que, como se sabe, fue importante. Lo que no resta valor a esta obra que es, por encima de su valor testimonial, siempre discutible, un texto bellísimo cargado de datos, pero también de observaciones y reflexiones.


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