“José Manuel Lara, el editor”: de boy de Celia Gámez a marqués de El Pedroso
Salió de su pueblo sevillano con poco más que los estudios primarios para preparar en Madrid unas oposiciones a Telégrafos que nunca hizo, se lo pasó en grande en la capital disfrutando de los “bailes-taxi” que hacían furor en los años treinta y sus habilidades danzarías le permitieron ganarse el primer dinero trabajando como boy en la compañía de revistas de Celia Gámez.
La vida ofrece quiebros sorprendentes y hace de quien tuvo una juventud jaranera y poco aplicada un personaje de leyenda. Tal fue el caso de José Manuel Lara Hernández, el más famoso de los editores españoles del siglo XX, que ha biografiado quien fue uno de sus más estrechos colaboradores, Rafael Abella, en “José Manuel Lara, el editor” (Almuzara).
Abella apunta “no puede decirse que el trabajo, en horas de dedicación, fuera su fuerte” porque, como el propio Lara decía, “un negocio que no da para levantarse a las 11, no es un negocio, ni es ná”. Por todo ello, nada hacía presumir que el hijo del médico de El Pedroso acabaría siendo lo que llegó a ser. Salió de su pueblo sevillano con poco más que los estudios primarios para preparar en Madrid unas oposiciones a Telégrafos que nunca hizo, se lo pasó en grande en la capital disfrutando de los “bailes-taxi” que hacían furor en los años treinta y sus habilidades danzarías le permitieron ganarse el primer dinero trabajando como boy en la compañía de revistas de Celia Gámez. La casualidad quiso que el inicio de la guerra civil le pillara en su pueblo natal que quedó en manos de los insurrectos, por lo que hizo con ellos toda la campaña en la condición de legionario de Yagüe y pudo entrar en Barcelona en 1939 como vencedor. En la ciudad condal se quedaría el resto de sus días y en ella cambiaría el signo de su vida.
Porque pese a esos despreocupados años iniciales, cualidades no le faltaban. “A medida que iba avanzando en la vida -dice Abella- iba desarrollando cada vez más una inteligencia sumamente práctica”. Trabajó en la Pirelli, de donde marchó para montar con su mujer, la catalana María Teresa Bosch, compañera inseparable y consejera discreta, culta y sumamente eficaz, primero una academia escolar -donde el antaño poco estudioso se revelaría como buen profesor de matemáticas- y más tarde iniciarse en el negocio editorial con deudas que supo enjuagar rápidamente y convertir en beneficios. Consiguió los derechos para España de Somerset Maugham, lo que dio muy buenas rentas y en un tiempo en que era difícil publicar autores extranjeros, resolvió acudir a los españoles e ideó para ello crear un premio literario, el Planeta, que ha acabado sobreviviéndole y convirtiéndose en el mejor retribuido del mundo. Su intuición, unida a la de su mujer, le hizo quedarse con “Los cipreses creen en Dios”, de Gironella, que Destino había menospreciado y lo convirtió en el primer “best seller” español de la historia con más setenta ediciones y tuvo el acierto de crear un sistema de venta de libros a crédito, línea de trabajo comercial que, con la ayuda de vendedores motivados y profesionales, resultó una verdadera mina de oro.
La biografía de Abella se convierte poco a poco en una historia de los premios Planeta porque lo cierto es que el promotor y el galardón quedaron íntimamente unidos durante toda su vida. El autor cuenta el desarrollo de las sucesivas ediciones y lo abona con con numerosas anécdotas, desmiente el bulo de que los ganadores eran siempre autores preestablecidos, pactados o firmas consolidadas y cita numerosos casos en que obtuvieron el premio autores desconocidos, incluso en un caso uno que había muerto con anterioridad. Y, sobre todo, califica de falsedad la idea de que era Lara quien decidía a quien se premiaba pues en más de un caso se galardonó un original que no había merecido su voto. También detalla algunos de los problemas suscitados por el premio, desde las polémicas sobre autoría, plagios y reclamaciones, a los enredos y desavenencias -que también las hubo- entre miembros del jurado. Y, por encima de todo, destaca el protagonismo de Lara, verdadero promotor del premio que, con su simpatía y llaneza, lo convertía año tras año, sobre todo con ocasión de su presentación a la prensa, en fuente de noticias.
Abella no elude cuestiones íntimas, como los episodios de depresión que sufrió el editor o el proceso de senilidad que le fue apartando de la gestión directa del negocio, previa y muy oportunamente transferida a sus hijos. Del mismo modo que recuerda la fidelidad que mantuvo toda su vida a Franco, aspecto que no le impidió rodearse de colaboradores antifranquistas o de publicar títulos de autores de signo totalmente divergente con sus propias ideas.
Un hombre de indiscutibles cualidades naturales con la inteligencia suficiente como para haber sabido rodearse de gentes valiosas, todo lo cual le permitió crear un imperio editorial y ganarse la concesión real del marquesado de El Pedroso de Lara y todo ello sin dejar de levantarse a las once de la mañana...
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