Escrutar las pupilas
La escritora rusa Nadezhda Hazin logró algo que, dadas las circunstancias, parecía imposible: preservar y divulgar la obra de su marido, el escritor ruso Ósip Mandelstam (1891-1938). A partir de 1934, las autoridades soviéticas pretendieron eliminar y hacer desaparecer sus obras, además de tenerlo encarcelado por insolente con el Régimen. Y aún tuvo suerte de no ser fusilado; según parece, gracias a la intercesión de personas influyentes con Stalin.
De padres lituanos, el nombre de Mandelstam, Ósip, es una variante rusa del Iosif judío, del José que aparece en el Antiguo Testamento. El ruido del tiempo (Elba) es un libro que Mandelstam publicó en 1925 y que evoca su infancia en San Petersburgo. En él retrata lo que denominó años muertos de Rusia, por estar envuelta en un profundo provincianismo. De niño era todo ojos, así que podía recordar a los “inmóviles vendedores de periódicos, torpemente incrustados en las esquinas de las calles, sin un grito ni un gesto, estrechos coches de caballos con su pequpueño asiento adicional para un tercer pasajero”. O recordar el olor a puros y a dinero de una casa. Y dejaba constancia por escrito de todo ello con una prosa fascinante.
Veamos este otro párrafo:
“En el laberinto de los jardines posteriores, de las panaderías y alambradas espinosas, resuenan los llantos infantiles, las escalas de piano, los gemidos de los pacientes en los innumerables gabinetes odontológicos, el entrechocar de los platos sobre las pequeñas mesas redondas de los chalets, los trinos de los cantantes y los gritos de los vendedores ambulantes”.
Ósip Mandelstam era sensible al buen hablar y a la mediocridad de lo que se decía, también a la falta de humor que había en determinadas bromas y parodias. Advertía la difusión de una lengua inventada y por completo abstracta: “Era todo cuanto se quisiese, pero no un idioma, ni ruso ni alemán”. Admiraba profundamente la voz clara y sonora de su madre, su correctísimo hablar; ella era pianista y una gran lectora. En contraste, rechazaba el tono ampuloso y retorcido que encontraba en su padre.
Con respecto a uno de sus profesores, a Mandelstam le sorprendía el orgullo que llegaba a expresar por ser judío: “Hablaba de los judíos como las francesas lo hacían de Víctor Hugo y Napoleón. Pero yo sabía que guardaba ese orgullo en cuanto salía a la calle y por eso no le creía”. Incoherencia y pusilanimidad.
Asimismo, evocaba la emoción que le despertaba la música y cómo le deslumbraba la fuerza de unos sonidos puros, tersos, transparentes, serenos, “como si de un manantial se tratara”. Sentía embeleso por la música sinfónica.
Quien era todo ojos y oídos, amaba las ilustraciones a toda página de unas revistas que llegaron a ser la mejor fuente de conocimiento sobre el mundo que había en su entorno. Y las enciclopedias de la ciencia y la técnica que hoy (afirmaba en el año 1925) ya no existen.
No obstante, entendía que su memoria era enemiga de todo lo personal: “Un plebeyo no precisa de memoria, le basta con hablar de los libros que ha leído para tener hecha su biografía”.
Tras haber saboreado sus anotaciones sobre el ruido que se produjo en su tiempo infantil o juvenil, no puedo por menos que preguntarme por la vida y obra de algunos autores desconocidos; por el hueco que puedan dejar en cada posible lector (máxime cuando desde el poder se los ha perseguido y se ha hecho lo posible por borrar todo rastro de ellos).
Igual que pudimos quedarnos sin las obras de Ósip Mandelstam, nos hemos quedado sin las obras de otros escritores (hombres o mujeres), cuyo rastro fue totalmente eliminado. Surge también el fantasma de las pupilas humanas que, por una u otra razón, no llegaron a llenarse de vida para captar a su alrededor y transmitir una perspectiva, pero que nadie supo o se interesó en alentar con éxito.
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